domingo, 3 de diciembre de 2017

India (VI)

Udaipur, nuestro siguiente destino, el cual sería nuestro último en Rajasthan, estaba a unas cuantas horas de Jodhpur. Sin embargo, tendríamos una parada en Ranakpur, donde visitaríamos a un templo jainista. En un principio creíamos la vía entre Jodhpur y Udaipur se encontraba en muy buen estado, pero nuestra alegría sólo duró alrededor de 100 kilómetros, después de los cuales, al tomar un desvío en Sanderao, nos dirigimos hacia Ranakpur. En esa etapa de nuevo estaban los baches en el camino, los autobuses llenos de gente, vacas y motorizados. Poco a poco la carretera comenzó a hacerse más serpenteante, a medida que nos acercábamos a las montañas Aravali, a la par que la vegetación se hacía más verde, más tupida, más selvática. El serpentear del camino repercutió en el estómago de Boris: comenzó a sentir náuseas, pero las pastillas masticables contra el mareo le permitieron llegar a Ranakpur.


El templo jainista de Ranakpur – de nuevo, hecho de mármol – fue construido en el siglo XV y resultó ser hermoso. El jainismo es una religión no teísta, es decir, no reconoce a ningún dios en particular, de la cual reconozco sé muy poco. Uno de sus principios es ahimsa o no violencia, el cual influenciaría a Gandhi en sus pensamientos. Debíamos dejar nuestro calzado fuera del templo, así como todos los artículos de cuero – pues los jainistas son estrictamente vegetarianos, incluso en su vestimenta – recibimos una audioguía que colgamos de nuestros cuellos y comenzamos el tour. La audioguía resultó ser inútil: si bien comenzó describiendo las figuras de los dragones que adornaban la entrada del templo, quienes protegían el interior de las influencias malignas, pronto la descripción e historia narrada pasó a ser una tesis doctoral en janismo, en la cual se asumía que el oyente estaba iniciado en los misterios de la religión y había acudido al templo en peregrinaje. Aquellos no iniciados, estábamos abrumados por la cantidad de información. Sin embargó seguí escuchando un rato, acerca de Rishabhanatha y los ciclos de la vida, mientras me acercaba a los estatuas y altares del templo. En su interior, el templo contaba con cientos de pilares ornamentados, que otorgaban al ambiente un aspecto de bosque de mármol. En un momento, mientras estaba en una terraza frente al altar principal, me volteé y miré a Boris a unos cuantos pasos de mí, al pie de la escalera que conducía a la terraza. Con los audífonos puestos, le hice señas que se acercara, pero él me indicó que por alguna razón no quería o no podía. Me acerqué a él, me quité los audífonos y le pregunté qué pasaba. Me dijo que un guardia le había impedido subir a la terraza, pues el paso estaba reservado a hindúes. De nuevo me di cuenta de una de las ventajas de mi color de piel en la India: era uno más de ellos.

Salimos del templo y seguimos nuestro camino hacia Udaipur. Como teníamos hambre Rajes se detuvo en un restaurant a orillas del camino, en el medio de la nada, en las montañas. El restaurant era muy sencillo: era un buffet, cada quien tomaba la comida de las tinajas de barro donde ésta se encontraba. Había papas con curry, arroz, coliflor, tomate asado y pollo en curry. Mientras comíamos, llegaron varios turistas al restaurant. Primero, una pareja de franceses, vestidos de sandalias trekking y ropa funcional, quienes preguntaron si podían compartir de un solo plato, a lo cual el dueño del restaurant indicó que el precio era por persona, no por plato, tras lo cual se sentaron un rato, discutieron en voz baja y se fueron, sin comer. Luego llegó un grupo de jubilados españoles, ruidosos, compuesto de lo que parecían ser tres parejas de esposos y esposas. Escuché la indecisión de las mujeres al no saber qué comer o si el sitio era lo suficientemente higiénico para comer allí, de cómo se burlaban de Cataluña y sus ideales de independencia. Después llegó un interesante personaje, una mujer sola, blanca, alta, de cabello blanco, en sus sesenta o incluso setenta años – todos los personajes hasta ahora descritos llegaban con sus choferes, tal y como nosotros – que se sentó a comer cerca de nosotros. Había cierto élan en su forma de sentarse, de llevarse el tenedor a la boca, que me llamó la atención. Los españoles seguían hablando cuando entonces la mujer los interrumpió preguntando hace cuánto tiempo estaban en la India, todo en perfecto español, aunque con acento latinoamericano. Iniciaron conversación, la mujer y el grupo de jubilados, y pude escucharla contarles cómo había aprendido español en su estadía en Tikal, en Guatemala, mientras trabajaba para National Geographic. Hoy en día trabajaba para el Archaelogical Survey of India. Conocía a la India en su totalidad y le fascinaba. Yo estaba fascinado con la mujer, con su español casi impecable, fruto de sus viajes y trabajo con otros colegas arqueólogos hispanos, con su soltura: al cabo de un rato se había sentado en la misma mesa que los españoles. Nosotros terminamos nuestra comida y dejamos el sitio, la mujer y los españoles todavía hablando.

Seguimos nuestro camino, ya haciéndose de noche, hasta que llegamos a Udaipur, finalmente. Nos tardamos treinta minutos en ir de las afueras de Udaipur hasta el centro, donde estaba situado nuestro hotel. Sin embargo, la ciudad es pequeña para los estándares de la India: alrededor de 400 mil habitantes. Rajes condujo a través de distintas callejuelas para llegar al hotel pero pronto se dio cuenta que esto era imposible. Nuestro hotel estaba situado en una pequeña península en el lago Pichola, el lago central de Udaipur, a la cual se le accedía sólo por una sola calle. Fue en esta calle, en la cual sólo cabía – apenas – un carro a la vez, que nos quedamos completamente varados: en el sentido opuesto, dos carros intentaban salir de la calle y nos tocaban corneta para que retrocediéramos. Pero detrás de nosotros, otros dos vehículos no querían retroceder pues se sentían con el derecho de seguir adelante. Al mismo tiempo, en el pequeño entre los carros y las paredes de los edificios de la calle, circulaban bicicletas, personas y motos, o al menos eso trataban. Todos discutían qué hacer, quién tenía el derecho de seguir o quién debía ceder el paso, pero nadie se movía. Nosotros no siquiera podíamos bajarnos del carro de Rajes porque sencillamente no había espacio para abrir las puertas. Al cabo de ciertos minutos que parecieron ser infinitos, los vehículos detrás de Rajes retrocedieron y resultó ser obvio que nosotros también debíamos retroceder. Pero no era tan fácil, pues en ese momento también una vaca, cuyos cuernos habían sido ornamentados con flores y colores, también se había detenido detrás del carro de Rajes, como si ella quisiese también formar parte de las discusiones. Los hindúes no podían apartarla del camino, pues siendo un animal sagrado, su andar es sagrado y no debe ser perturbado. Solamente podían darle golpecitos en el rabo, para indicarle que se moviera. Así que lentamente la vaca se fue apartando y Rajes pudo retroceder lo suficiente hasta llegar a un espacio de la calle donde pudiéramos abrir las puertas, bajarnos del carro, tomar el equipaje y seguir el recorrido a pie, pues era sencillamente imposible conducir por esa única calle hasta el hotel. Así hicimos y mientras recogíamos nuestro equipaje, sentí el tacto de algo húmedo y caliente en mi codo derecho. Al voltearme, vi a la vaca, que me estaba lamiendo mi brazo. Me sentí bendecido y sagrado, mientras Boris y Melanie se morían de la risa.

Caminamos hacia el hotel y lo encontramos casi al final de la calle. Dejamos nuestro equipaje en la habitación y salimos a la calle. Era la primera vez que nos aventurábamos de noche en la India, hasta ese momento habíamos estado recluidos en nuestros hoteles después del anochecer. Sobre todo porque los hoteles en Jaipur y Jodhpur habían estado en sitios lejanos al centro de la ciudad, pero también porque en la noche siempre estábamos cansados de todo lo recorrido durante el día. Pero en Udaipur nos encontrábamos en pleno centro de la ciudad y queríamos explorar las calles. También porque tras 6 días de viaje finalmente estábamos cómodos con la gente, con el caos, con las vacas. Vimos el City Palace de noche, espectacular, su reflejo en las aguas del lago Pichola. En las calles nos encontramos con un vendedor de souvenirs que nos contó tanto de su vida personal, de su familia, de su estadía en Estados Unidos, de cómo había conocido a Bill Gates, que nos dio vergüenza no comprar algo de su mercancía, así que adquirimos una pequeña estatua de Ganesha y un elefante de cerámica. De regreso al hotel tomamos unos cócteles en la terraza del hotel y nos acostamos, esta vez sin aire acondicionado, sino con el ruido de los ventiladores de techo.


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