Nos despertamos como si hubiésemos bebido toda la noche. Borrachos de filosofar. El constante ir y venir de aviones y jets de la cercana base militar tampoco ayudó. Un buen desayuno nos hizo recuperar nuestro anterior estado y energías. Ese día exploraríamos Jodhpur, uno de los destinos que yo más esperaba.
Rajes llegó un poco más tarde que otros días, pero así lo habíamos acordado. Él estaba igual que siempre. Ninguna sombra de cansancio, fatiga o aburrimiento. Desde el hotel, nos condujo a través de pequeñas callejuelas hacia el centro de la ciudad vieja. Nuestra primera parada sería Jaswant Thada, un mausoleo de la dinastía que rige el país de Marwar (los maharajas de Jodhpur). El monumento era un oasis de calma y verdor en medio del caos de la ciudad, además de otorgarnos una de las vistas más emblemáticas de Rajasthan: la del imponente Mehrangarh Fort dominando el paisaje sobre Jodhpur.
Después de recorrer los jardines de Jaswant Thada, nos dirigimos a través del serpenteante camino hacia el Mehrangarh Fort. La fortaleza, una de las más grandes de la India, es sencillamente impresionante. "La labor de ángeles y gigantes", había dicho Rudyard Kipling sobre su construcción. Fue la primera vez que tuvimos una audioguía en nuestro viaje, la cual resultó más informativa de lo que pensábamos, pues la historia del fuerte era muy interesante. Mientras recorríamos la fortaleza, escuchamos cómo los señores de Marwar decidieron mudar su capital a Jodhpur y edificar una fortaleza en la rocosa montaña. Sin embargo, antes de iniciar la construcción, tuvieron que desalojar de la montaña a un ermitaño que allí vivía, el cual, insatisfecho, maldijo a la fortaleza diciendo que allí el agua siempre sería escasa. Los señores de Marwar no podían tomar una maldición de tal fuerza a la ligera, sobre todo en una región donde el desierto se acercaba a las puertas, por ello se buscó el consejo de los hechiceros del reino, quienes dijeron que la única manera de aplacar la maldición era la de un sacrificio humano. En vano se buscaron voluntarios para ofrecerse como víctimas del sacrificio, hasta que un valiente hombre, Raja Ram Meghwal, dio un paso adelante. Fue enterrado vivo en los cimientos del fuerte. La maldición había sido quebrada. En retribución, la familia de Raja Ram Meghwal goza hasta el día de hoy de protección del Estado.
En una de las puertas de la fortaleza, nos encontramos con un relieve extraño, de pequeñas manos talladas en la pared, ornamentadas, todas de color rojizo, adornadas con una guirnalda de flores. Escucharíamos entonces que esas manos pertenecían a las viudas de uno de los maharajas, talladas en la piedra, justo antes de la ceremonia del sati. Esta ceremonia consistía en que, cuando un esposo moría, sus esposas eran vestidas en trajes de novia y lo acompañaban en la pira funeraria, como acto de devoción. Así que esas manos que veíamos eran las de esas esposas, justo en el camino a su muerte, para acompañar a su esposo en la eternidad. Había escuchado antes de esta costumbre. Recordé a Aouda, personaje de La Vuelta al Mundo en 80 Días de Julio Verne, una princesa hindú que es rescatada por Phileas Fogg y Passepartout, antes de ser sacrificada en un sati. Tiempo después, de regreso ya en Alemania, leería cómo la práctica horrorizó a los ingleses cuando gobernaban India y fue declarada ilegal en 1829, pero hubo casos de sati hasta el siglo XX. El último sati en Jodhpur fue en 1953.
Luego de recorrer los distintos museos de la fortaleza – en las cuales objetos, muchos objetos, eran colocados a vista del público – nos dirigimos a las murallas, de donde podíamos accesar al templo de Chamunda Devi. El templo representó ser, como tantas veces nos encontraríamos en India, un espacio de calma. Desde las saeteras de la muralla, pudimos observar a la ciudad azul, el nombre de la ciudadela antigua de Jodhpur. Muchos siglos atrás, los brahmanis eran los únicos autorizados a pintar sus casas con el color índigo, pero con el transcurso de los años muchos los imitaron y por lo tanto la ciudad entera estaba pintada de azul. Una visión deslumbrante.
A la hora de almuerzo, fuimos a un restaurant (On The Rocks) que resultó ser uno de los mejores de las vacaciones. Pedimos una bandeja vegetariana como entrada, la cual tenía distintas delicias de la región, hechas de garbanzos, tomates, espinaca y otras verduras y quesos. Luego pedí un gulab jamun ki sabzi: bolas de ricotta envueltas en masa de harina, todo en una salsa muy deliciosa, el cual me aseguraron era una especialidad de Jodhpur. Boris pidió aloo gobi, a base de papas, una exquisitez.
Después nos trasladamos al Umaid Bhawan Palace, un edificio majestuoso que es mitad palacio – residencia del maharaja de Jodhpur – y la otra mitad hotel, siendo éste el mejor hotel del mundo según varias revistas turísticas. El palacio fue construido entre 1929 y 1943, durante una época de mucha hambruna en la región, por lo cual la construcción generó en su momento fuente de empleo necesaria para los habitantes – al menos así nos fue descrito en el pequeño museo que funciona también en los predios del palacio. La construcción de palacios para impulsar la economía. De seguro así pensaban faraones, emperadores y reyes de antaño. ¿Es acaso nuestro siglo XXI, en el cual el mundo parece girar en torno a los súperricos y sus empresas, distinto a ese mundo de palacios y reyes? En las paredes del museo había fotos de este último maharaja en compañía del príncipe Carlos en distintos eventos internacionales y en uno de los textos se leía que el maharaja actual de Jodhpur, a pesar de que en un momento jugaba polo en Escocia o cazaba grandes presas en África, "nunca perdía su sencillez". A lo que Melanie me dijo al oído: así se escribe la Historia.
¿Qué papel habían jugado los maharajas en la política de la India? ¿Cuáles fueron sus pactos con los ingleses? ¿Cómo han sobrevivido sus riquezas hasta el día de hoy? Confieso son preguntas que sólo la lectura de muchas fuentes podrán responderme.
Al caer la tarde acudimos al bazar de Jodhpur, el cual era un conjunto de tiendas, toldos, mercancía dispuesta en el suelo, callejuelas, mercatillos, puestos de comida, venta de frutas, verduras y muchas cosas más, todo en torno a la torre del reloj. En ese momento sentí que finalmente habíamos llegado a la India. De algún modo, en nuestro quinto día de viaje, era la primera vez que me sentía más relajado, como más en casa. El bullicio, la basura, el gentío, los olores no me afectaban tanto. Se habían convertido en rasgos más del ambiente, como pinceladas en un lienzo. Nos preguntamos si en ese momento fuésemos a Chandni Chowk en Delhi, ¿habríamos reaccionado de la misma manera? Poco a poco la India se va apoderando de ti y te acostumbras a sus miserias y encantos. Después de todo, yo tenía razón. La percepción es la clave de todo. De nuevo, debía estudiar más la fenomenología de Husserl, de Heidegger. En el bazar compré más pashmina y pantalones de rayón, además de Jodhpuri chai – té negro con especias: cardamomo, clavo, canela, anís estrellado y jengibre –, té de higos y anís confitado.
Caminando entre las tiendas, de repente, sentí el calor de una pequeña mano agarrando mi muñeca. Miré hacia abajo y allí estaba una niña, de unos 7 años de edad, morena, de aspecto triste y sucio. La niña halaba de mi brazo para que le prestara atención y una vez la tuvo, llevó su mano a la boca e hizo un gesto de querer comer: tenía hambre. Mi primera reacción fue, como en el caso de la anciana de Fatehpur Sikri, seguir adelante e ignorarla. Pero tras caminar unos cuantos pasos, Melanie se acercó a mí y me dijo: tienes que comprarle algo a esa niña. ¿Qué vamos a resolver así?, pregunté. Melanie insistió y dijo que ella compraba la comida pero era yo quien debía dársela. Buscamos a un puesto de comida callejera cercana, esta vez no dirigido para turistas, donde sólo señalando con los dedos los alimentos del mostrador pudimos obtenerlos. Envuelta la comida en una bolsa, buscamos a la niña, a quien habíamos dejado atrás. ¿Cómo encontrarla de nuevo, en la algarabía del bazar de Jodhpur? Fue cuando vimos detrás de la torre del reloj a varias niñas, todas pidiendo a turistas. Me acerqué a una de ellas – ¿era la misma? ¿acaso tenía camiseta rosada? – y le dije: Would you like something to eat?, mientras extendía mi mano con la bolsa de comida. Sin pensarlo, la niña me arrebató la bolsa de la mano, tras lo cual hizo un gesto con la cara que si bien no era un reproche, tampoco era una sonrisa. Al lado de ella había otra niña quien miraba deleitada a la bolsa de comida. Yo le dije a la otra: Please, share with her. Pero dentro de mí sabía que la niña no compartiría lo que le habíamos dado. Nos devolvimos al vehículo, donde Rajes esperaba y regresamos al hotel.
En la habitación discutiríamos sobre la niña. Me referí a su vulnerabilidad: esa clase de niñas son las que por un poco de comida acuden a los brazos de pedófilos y depredadores sexuales que se aprovechan de su hambre. Melanie me dijo que la niña era más dura de lo que pensábamos, toda su vida creciendo en la calle. La UNICEF estima que hay 11 millones de niños de la calle en India. 11 millones. Más que toda la población de Suecia. ¿Cómo se resuelve un problema de ese tamaño?
Después de recorrer los jardines de Jaswant Thada, nos dirigimos a través del serpenteante camino hacia el Mehrangarh Fort. La fortaleza, una de las más grandes de la India, es sencillamente impresionante. "La labor de ángeles y gigantes", había dicho Rudyard Kipling sobre su construcción. Fue la primera vez que tuvimos una audioguía en nuestro viaje, la cual resultó más informativa de lo que pensábamos, pues la historia del fuerte era muy interesante. Mientras recorríamos la fortaleza, escuchamos cómo los señores de Marwar decidieron mudar su capital a Jodhpur y edificar una fortaleza en la rocosa montaña. Sin embargo, antes de iniciar la construcción, tuvieron que desalojar de la montaña a un ermitaño que allí vivía, el cual, insatisfecho, maldijo a la fortaleza diciendo que allí el agua siempre sería escasa. Los señores de Marwar no podían tomar una maldición de tal fuerza a la ligera, sobre todo en una región donde el desierto se acercaba a las puertas, por ello se buscó el consejo de los hechiceros del reino, quienes dijeron que la única manera de aplacar la maldición era la de un sacrificio humano. En vano se buscaron voluntarios para ofrecerse como víctimas del sacrificio, hasta que un valiente hombre, Raja Ram Meghwal, dio un paso adelante. Fue enterrado vivo en los cimientos del fuerte. La maldición había sido quebrada. En retribución, la familia de Raja Ram Meghwal goza hasta el día de hoy de protección del Estado.
En una de las puertas de la fortaleza, nos encontramos con un relieve extraño, de pequeñas manos talladas en la pared, ornamentadas, todas de color rojizo, adornadas con una guirnalda de flores. Escucharíamos entonces que esas manos pertenecían a las viudas de uno de los maharajas, talladas en la piedra, justo antes de la ceremonia del sati. Esta ceremonia consistía en que, cuando un esposo moría, sus esposas eran vestidas en trajes de novia y lo acompañaban en la pira funeraria, como acto de devoción. Así que esas manos que veíamos eran las de esas esposas, justo en el camino a su muerte, para acompañar a su esposo en la eternidad. Había escuchado antes de esta costumbre. Recordé a Aouda, personaje de La Vuelta al Mundo en 80 Días de Julio Verne, una princesa hindú que es rescatada por Phileas Fogg y Passepartout, antes de ser sacrificada en un sati. Tiempo después, de regreso ya en Alemania, leería cómo la práctica horrorizó a los ingleses cuando gobernaban India y fue declarada ilegal en 1829, pero hubo casos de sati hasta el siglo XX. El último sati en Jodhpur fue en 1953.
Luego de recorrer los distintos museos de la fortaleza – en las cuales objetos, muchos objetos, eran colocados a vista del público – nos dirigimos a las murallas, de donde podíamos accesar al templo de Chamunda Devi. El templo representó ser, como tantas veces nos encontraríamos en India, un espacio de calma. Desde las saeteras de la muralla, pudimos observar a la ciudad azul, el nombre de la ciudadela antigua de Jodhpur. Muchos siglos atrás, los brahmanis eran los únicos autorizados a pintar sus casas con el color índigo, pero con el transcurso de los años muchos los imitaron y por lo tanto la ciudad entera estaba pintada de azul. Una visión deslumbrante.
A la hora de almuerzo, fuimos a un restaurant (On The Rocks) que resultó ser uno de los mejores de las vacaciones. Pedimos una bandeja vegetariana como entrada, la cual tenía distintas delicias de la región, hechas de garbanzos, tomates, espinaca y otras verduras y quesos. Luego pedí un gulab jamun ki sabzi: bolas de ricotta envueltas en masa de harina, todo en una salsa muy deliciosa, el cual me aseguraron era una especialidad de Jodhpur. Boris pidió aloo gobi, a base de papas, una exquisitez.
Después nos trasladamos al Umaid Bhawan Palace, un edificio majestuoso que es mitad palacio – residencia del maharaja de Jodhpur – y la otra mitad hotel, siendo éste el mejor hotel del mundo según varias revistas turísticas. El palacio fue construido entre 1929 y 1943, durante una época de mucha hambruna en la región, por lo cual la construcción generó en su momento fuente de empleo necesaria para los habitantes – al menos así nos fue descrito en el pequeño museo que funciona también en los predios del palacio. La construcción de palacios para impulsar la economía. De seguro así pensaban faraones, emperadores y reyes de antaño. ¿Es acaso nuestro siglo XXI, en el cual el mundo parece girar en torno a los súperricos y sus empresas, distinto a ese mundo de palacios y reyes? En las paredes del museo había fotos de este último maharaja en compañía del príncipe Carlos en distintos eventos internacionales y en uno de los textos se leía que el maharaja actual de Jodhpur, a pesar de que en un momento jugaba polo en Escocia o cazaba grandes presas en África, "nunca perdía su sencillez". A lo que Melanie me dijo al oído: así se escribe la Historia.
¿Qué papel habían jugado los maharajas en la política de la India? ¿Cuáles fueron sus pactos con los ingleses? ¿Cómo han sobrevivido sus riquezas hasta el día de hoy? Confieso son preguntas que sólo la lectura de muchas fuentes podrán responderme.
Al caer la tarde acudimos al bazar de Jodhpur, el cual era un conjunto de tiendas, toldos, mercancía dispuesta en el suelo, callejuelas, mercatillos, puestos de comida, venta de frutas, verduras y muchas cosas más, todo en torno a la torre del reloj. En ese momento sentí que finalmente habíamos llegado a la India. De algún modo, en nuestro quinto día de viaje, era la primera vez que me sentía más relajado, como más en casa. El bullicio, la basura, el gentío, los olores no me afectaban tanto. Se habían convertido en rasgos más del ambiente, como pinceladas en un lienzo. Nos preguntamos si en ese momento fuésemos a Chandni Chowk en Delhi, ¿habríamos reaccionado de la misma manera? Poco a poco la India se va apoderando de ti y te acostumbras a sus miserias y encantos. Después de todo, yo tenía razón. La percepción es la clave de todo. De nuevo, debía estudiar más la fenomenología de Husserl, de Heidegger. En el bazar compré más pashmina y pantalones de rayón, además de Jodhpuri chai – té negro con especias: cardamomo, clavo, canela, anís estrellado y jengibre –, té de higos y anís confitado.
Caminando entre las tiendas, de repente, sentí el calor de una pequeña mano agarrando mi muñeca. Miré hacia abajo y allí estaba una niña, de unos 7 años de edad, morena, de aspecto triste y sucio. La niña halaba de mi brazo para que le prestara atención y una vez la tuvo, llevó su mano a la boca e hizo un gesto de querer comer: tenía hambre. Mi primera reacción fue, como en el caso de la anciana de Fatehpur Sikri, seguir adelante e ignorarla. Pero tras caminar unos cuantos pasos, Melanie se acercó a mí y me dijo: tienes que comprarle algo a esa niña. ¿Qué vamos a resolver así?, pregunté. Melanie insistió y dijo que ella compraba la comida pero era yo quien debía dársela. Buscamos a un puesto de comida callejera cercana, esta vez no dirigido para turistas, donde sólo señalando con los dedos los alimentos del mostrador pudimos obtenerlos. Envuelta la comida en una bolsa, buscamos a la niña, a quien habíamos dejado atrás. ¿Cómo encontrarla de nuevo, en la algarabía del bazar de Jodhpur? Fue cuando vimos detrás de la torre del reloj a varias niñas, todas pidiendo a turistas. Me acerqué a una de ellas – ¿era la misma? ¿acaso tenía camiseta rosada? – y le dije: Would you like something to eat?, mientras extendía mi mano con la bolsa de comida. Sin pensarlo, la niña me arrebató la bolsa de la mano, tras lo cual hizo un gesto con la cara que si bien no era un reproche, tampoco era una sonrisa. Al lado de ella había otra niña quien miraba deleitada a la bolsa de comida. Yo le dije a la otra: Please, share with her. Pero dentro de mí sabía que la niña no compartiría lo que le habíamos dado. Nos devolvimos al vehículo, donde Rajes esperaba y regresamos al hotel.
En la habitación discutiríamos sobre la niña. Me referí a su vulnerabilidad: esa clase de niñas son las que por un poco de comida acuden a los brazos de pedófilos y depredadores sexuales que se aprovechan de su hambre. Melanie me dijo que la niña era más dura de lo que pensábamos, toda su vida creciendo en la calle. La UNICEF estima que hay 11 millones de niños de la calle en India. 11 millones. Más que toda la población de Suecia. ¿Cómo se resuelve un problema de ese tamaño?
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