domingo, 19 de noviembre de 2017

India (V)

Nos despertamos como si hubiésemos bebido toda la noche. Borrachos de filosofar. El constante ir y venir de aviones y jets de la cercana base militar tampoco ayudó. Un buen desayuno nos hizo recuperar nuestro anterior estado y energías. Ese día exploraríamos Jodhpur, uno de los destinos que yo más esperaba.

Rajes llegó un poco más tarde que otros días, pero así lo habíamos acordado. Él estaba igual que siempre. Ninguna sombra de cansancio, fatiga o aburrimiento. Desde el hotel, nos condujo a través de pequeñas callejuelas hacia el centro de la ciudad vieja. Nuestra primera parada sería Jaswant Thada, un mausoleo de la dinastía que rige el país de Marwar (los maharajas de Jodhpur). El monumento era un oasis de calma y verdor en medio del caos de la ciudad, además de otorgarnos una de las vistas más emblemáticas de Rajasthan: la del imponente Mehrangarh Fort dominando el paisaje sobre Jodhpur.


Después de recorrer los jardines de Jaswant Thada, nos dirigimos a través del serpenteante camino hacia el Mehrangarh Fort. La fortaleza, una de las más grandes de la India, es sencillamente impresionante. "La labor de ángeles y gigantes", había dicho Rudyard Kipling sobre su construcción. Fue la primera vez que tuvimos una audioguía en nuestro viaje, la cual resultó más informativa de lo que pensábamos, pues la historia del fuerte era muy interesante. Mientras recorríamos la fortaleza, escuchamos cómo los señores de Marwar decidieron mudar su capital a Jodhpur y edificar una fortaleza en la rocosa montaña. Sin embargo, antes de iniciar la construcción, tuvieron que desalojar de la montaña a un ermitaño que allí vivía, el cual, insatisfecho, maldijo a la fortaleza diciendo que allí el agua siempre sería escasa. Los señores de Marwar no podían tomar una maldición de tal fuerza a la ligera, sobre todo en una región donde el desierto se acercaba a las puertas, por ello se buscó el consejo de los hechiceros del reino, quienes dijeron que la única manera de aplacar la maldición era la de un sacrificio humano. En vano se buscaron voluntarios para ofrecerse como víctimas del sacrificio, hasta que un valiente hombre, Raja Ram Meghwal, dio un paso adelante. Fue enterrado vivo en los cimientos del fuerte. La maldición había sido quebrada. En retribución, la familia de Raja Ram Meghwal goza hasta el día de hoy de protección del Estado.

En una de las puertas de la fortaleza, nos encontramos con un relieve extraño, de pequeñas manos talladas en la pared, ornamentadas, todas de color rojizo, adornadas con una guirnalda de flores. Escucharíamos entonces que esas manos pertenecían a las viudas de uno de los maharajas, talladas en la piedra, justo antes de la ceremonia del sati. Esta ceremonia consistía en que, cuando un esposo moría, sus esposas eran vestidas en trajes de novia y lo acompañaban en la pira funeraria, como acto de devoción. Así que esas manos que veíamos eran las de esas esposas, justo en el camino a su muerte, para acompañar a su esposo en la eternidad. Había escuchado antes de esta costumbre. Recordé a Aouda, personaje de La Vuelta al Mundo en 80 Días de Julio Verne, una princesa hindú que es rescatada por Phileas Fogg y Passepartout, antes de ser sacrificada en un sati. Tiempo después, de regreso ya en Alemania, leería cómo la práctica horrorizó a los ingleses cuando gobernaban India y fue declarada ilegal en 1829, pero hubo casos de sati hasta el siglo XX. El último sati en Jodhpur fue en 1953.


Luego de recorrer los distintos museos de la fortaleza – en las cuales objetos, muchos objetos, eran colocados a vista del público – nos dirigimos a las murallas, de donde podíamos accesar al templo de Chamunda Devi. El templo representó ser, como tantas veces nos encontraríamos en India, un espacio de calma. Desde las saeteras de la muralla, pudimos observar a la ciudad azul, el nombre de la ciudadela antigua de Jodhpur. Muchos siglos atrás, los brahmanis eran los únicos autorizados a pintar sus casas con el color índigo, pero con el transcurso de los años muchos los imitaron y por lo tanto la ciudad entera estaba pintada de azul. Una visión deslumbrante.


A la hora de almuerzo, fuimos a un restaurant (On The Rocks) que resultó ser uno de los mejores de las vacaciones. Pedimos una bandeja vegetariana como entrada, la cual tenía distintas delicias de la región, hechas de garbanzos, tomates, espinaca y otras verduras y quesos. Luego pedí un gulab jamun ki sabzi: bolas de ricotta envueltas en masa de harina, todo en una salsa muy deliciosa, el cual me aseguraron era una especialidad de Jodhpur. Boris pidió aloo gobi, a base de papas, una exquisitez.

Después nos trasladamos al Umaid Bhawan Palace, un edificio majestuoso que es mitad palacio – residencia del maharaja de Jodhpur – y la otra mitad hotel, siendo éste el mejor hotel del mundo según varias revistas turísticas. El palacio fue construido entre 1929 y 1943, durante una época de mucha hambruna en la región, por lo cual la construcción generó en su momento fuente de empleo necesaria para los habitantes – al menos así nos fue descrito en el pequeño museo que funciona también en los predios del palacio. La construcción de palacios para impulsar la economía. De seguro así pensaban faraones, emperadores y reyes de antaño. ¿Es acaso nuestro siglo XXI, en el cual el mundo parece girar en torno a los súperricos y sus empresas, distinto a ese mundo de palacios y reyes? En las paredes del museo había fotos de este último maharaja en compañía del príncipe Carlos en distintos eventos internacionales y en uno de los textos se leía que el maharaja actual de Jodhpur, a pesar de que en un momento jugaba polo en Escocia o cazaba grandes presas en África, "nunca perdía su sencillez". A lo que Melanie me dijo al oído: así se escribe la Historia.

¿Qué papel habían jugado los maharajas en la política de la India? ¿Cuáles fueron sus pactos con los ingleses? ¿Cómo han sobrevivido sus riquezas hasta el día de hoy? Confieso son preguntas que sólo la lectura de muchas fuentes podrán responderme.

Al caer la tarde acudimos al bazar de Jodhpur, el cual era un conjunto de tiendas, toldos, mercancía dispuesta en el suelo, callejuelas, mercatillos, puestos de comida, venta de frutas, verduras y muchas cosas más, todo en torno a la torre del reloj. En ese momento sentí que finalmente habíamos llegado a la India. De algún modo, en nuestro quinto día de viaje, era la primera vez que me sentía más relajado, como más en casa. El bullicio, la basura, el gentío, los olores no me afectaban tanto. Se habían convertido en rasgos más del ambiente, como pinceladas en un lienzo. Nos preguntamos si en ese momento fuésemos a Chandni Chowk en Delhi, ¿habríamos reaccionado de la misma manera? Poco a poco la India se va apoderando de ti y te acostumbras a sus miserias y encantos. Después de todo, yo tenía razón. La percepción es la clave de todo. De nuevo, debía estudiar más la fenomenología de Husserl, de Heidegger. En el bazar compré más pashmina y pantalones de rayón, además de Jodhpuri chai – té negro con especias: cardamomo, clavo, canela, anís estrellado y jengibre –, té de higos y anís confitado.



Caminando entre las tiendas, de repente, sentí el calor de una pequeña mano agarrando mi muñeca. Miré hacia abajo y allí estaba una niña, de unos 7 años de edad, morena, de aspecto triste y sucio. La niña halaba de mi brazo para que le prestara atención y una vez la tuvo, llevó su mano a la boca e hizo un gesto de querer comer: tenía hambre. Mi primera reacción fue, como en el caso de la anciana de Fatehpur Sikri, seguir adelante e ignorarla. Pero tras caminar unos cuantos pasos, Melanie se acercó a mí y me dijo: tienes que comprarle algo a esa niña. ¿Qué vamos a resolver así?, pregunté. Melanie insistió y dijo que ella compraba la comida pero era yo quien debía dársela. Buscamos a un puesto de comida callejera cercana, esta vez no dirigido para turistas, donde sólo señalando con los dedos los alimentos del mostrador pudimos obtenerlos. Envuelta la comida en una bolsa, buscamos a la niña, a quien habíamos dejado atrás. ¿Cómo encontrarla de nuevo, en la algarabía del bazar de Jodhpur? Fue cuando vimos detrás de la torre del reloj a varias niñas, todas pidiendo a turistas. Me acerqué a una de ellas – ¿era la misma? ¿acaso tenía camiseta rosada? – y le dije: Would you like something to eat?, mientras extendía mi mano con la bolsa de comida. Sin pensarlo, la niña me arrebató la bolsa de la mano, tras lo cual hizo un gesto con la cara que si bien no era un reproche, tampoco era una sonrisa. Al lado de ella había otra niña quien miraba deleitada a la bolsa de comida. Yo le dije a la otra: Please, share with her. Pero dentro de mí sabía que la niña no compartiría lo que le habíamos dado. Nos devolvimos al vehículo, donde Rajes esperaba y regresamos al hotel.

En la habitación discutiríamos sobre la niña. Me referí a su vulnerabilidad: esa clase de niñas son las que por un poco de comida acuden a los brazos de pedófilos y depredadores sexuales que se aprovechan de su hambre. Melanie me dijo que la niña era más dura de lo que pensábamos, toda su vida creciendo en la calle. La UNICEF estima que hay 11 millones de niños de la calle en India. 11 millones. Más que toda la población de Suecia. ¿Cómo se resuelve un problema de ese tamaño?

domingo, 12 de noviembre de 2017

India (IV)

Sabíamos que el recorrido entre Jaipur y Jodhpur era el más largo de nuestro periplo, pero la distancia neta en kilómetros no era la única información necesaria para determinar la duración del viaje, ya que el estado de la carretera era determinante. Empezamos al mediodía y llegamos de noche: 7 horas en total duró el recorrido, que resultó ser el más duro y peligroso del viaje. Peligroso porque la manera de conducir de los hindúes es sencillamente desquiciada. En una carretera de sólo dos canales  – uno para cada dirección – circulan gandolas, camiones, autobuses, carros, vacas, tuk-tuks, motos, bicicletas, tractores y carretas de bueyes, muchas veces adelantándose los unos a los otros, a ambos lados del camino, resultando en situaciones donde los vehículos terminan esquivándose precipitadamente. Nuestro peor susto fue casi llegando a Jodhpur, cuando en el medio de la noche, sin ninguna luz en el camino, de repente, una vaca negra se atravesó en el camino, causando que Rajes frenara en seco. Por fortuna él la vio a tiempo, pues yo, que iba de copiloto, no la vi sino después de su frenazo, cuando ya la teníamos justo al frente. Las vacas blancas podían verse a más distancia.

Cuando Rajes nos dejó en el hotel le suplicamos descansara muy bien, puesto que su desempeño había sido más que loable. Le pedimos que tomara algo con nosotros en el hotel, pero como todas las otras veces que lo invitamos a comer con nosotros, rechazó educadamente. No lo he dicho aún, pero durante todo este tiempo – ya el tercer día del viaje con Rajes al volante – él nos había conducido a distintos restaurantes, pero él siempre se quedaba fuera y no comía. Siempre le pedimos que nos acompañara y nunca aceptó la invitación. Su negación era tan susceptiva que sentíamos casi un irrespeto tratar de convencerlo de lo contrario. Quizás en su contrato estaba escrito que no debía molestar a sus clientes. Y el contrato entre Rakesh Kumar y nosotros estipulaba que la comida y alojamiento del chofer ya estaban pagos. No obstante esa distinción entre conductor y pasajero, parecía algo perteneciente a otra época, no de la sociedad moderna. Rajes jamás habría sido una molestia, puesto como ya he dicho, su carácter comedido, puntualidad y maneras formales generaban sólo respeto y aprecio.

Durante las siete horas que duró el viaje hacia Jodhpur conversamos sobre su familia y sobre la sociedad hindú. Nos dijo que él era originario de un pueblo en Himachal Pradesh, estado más al norte, en las montañas del Himalaya, donde vivía con su esposa y sus padres. Él trabajaba como chofer de turistas en Delhi, mientras su esposa cuidaba de sus padres, quienes estaban enfermos. Las realidades de un país sin una seguridad social tal y como es conocida en Europa. Nos comentó que los hospitales públicos no servían y sólo las clínicas privadas prestaban buena asistencia. Nos dijo que la India era un país rico – ¡cuántas veces no escuché lo mismo decir de Venezuela! – pero había demasiadas bocas qué alimentar. Melanie, como buena maestra, hizo preguntas sobre la educación. Rajes aseguró que todos los niños en la India estaban escolarizados, lo cual no creímos sea cierto. Nos comentó que la conscripción en el servicio militar no era obligatoria y que a pesar de que su padre era militar retirado de las fuerzas armadas, él no fue recluta ya que cuando era joven ser militar no representaba un progreso económico. Lo dijo casi arrepentido, como dando a entender que hoy en día sí sería algo provechoso. Habló de la historia de Rajasthan, de cómo los reyes de la región nunca fueron dominados por los mogoles, sino que llegaron a acuerdos con ellos – luego pactarían con los británicos. Hablamos también de Alemania, de la cual dijo era "un país que tiene un enfoque sistemático a la vida, no como India". Nos contó que había trabajado para DerTour como chofer, pero esta agencia había reducido sus operaciones y nos preguntó por qué venían cada vez menos turistas alemanes a la India, si acaso la guerra con Austria había sido una causa. No supimos si entendimos correctamente, puesto que el inglés de Rajes, a pesar de ser muy bueno, a veces no era el más fluido. Dijimos desconocer esa guerra, que Austria y Alemania no habían entrado en guerra recientemente – creo que nunca, puesto que si bien Austria y Prusia habían sido poderes rivales, una vez nacida Alemania como nación nunca hubo conflictos bélicos entre los países, incluso la anexión de Austria al Tercer Reich se produjo sin resistencia significante. Los alemanes prefieren ahora a Sri Lanka, dijo Boris, por eso no vienen a la India, a lo que Rajes se quedó intrigado, como si no pudiera entender por qué. Muchos amigos nos habían dicho, cuando decíamos que queríamos ir a la India, que era preferible ir a Sri Lanka primero, para irse acostumbrando a la cultura y luego hacer el salto al subcontinente, como si Sri Lanka fuera una especie de purgatorio, en el cual las almas se preparaban. Sri Lanka tiene un nivel de vida más alto que la India, de hecho uno de los más altos del sur de Asia, así que al ir allá el viajero no es enfrentado con las incomodidades de la pobreza, al menos no como nosotros habíamos sido enfrentado a ellas desde el inicio del viaje. Así, los vaivenes de las preferencias de los turistas europeos, dejan sin trabajo a quienes dependen de las agencias de viaje de la India. El peso del turismo masivo como motor de economías enteras.

Volviendo al momento en que Rajes nos deja en el hotel: nos despedimos y acordamos que nos recogiera a la mañana siguiente a las 10:00. Entramos al lobby y esta vez el lujo del hotel, su aseo, su belleza, el gran patio central, la atención que el personal nos daba, nos resultaron incongruentes. Subimos a la habitación y una vez cerrada la puerta, Melanie no pudo contenerse más. Casi con lágrimas en los ojos, nos confesó su irritación – irritar, irritarse es un verbo que uso a menudo en estos escritos, quizás por el alemán irritieren: no quiero decir que la India sea irritante, pero el verbo fue sospechosamente muy a menudo usado por Melanie y por Boris – por el hecho de que justo al lado del hotel ella había visto a gente viviendo en carpas improvisadas, hechas de material de desecho, mientras nosotros llegábamos a un hotel cinco estrellas. "Es ist krank" (es enfermizo), decía.  Respiren el aire, decía, otra vez huele a basura quemada, a incineración. ¿Cómo conciliar el sueño sabiendo que hay gente allá afuera respirando ese aire, durmiendo casi bajo la intemperie, mientras nosotros, por ser europeos, podíamos tener cuatro paredes, agua potable, sábanas de seda, aire acondicionado y purificado? 

Melanie hablaba siempre de nosotros, en grupo, y no sé si al pronunciar esa pregunta me contaba a mí como otro europeo más, lo cual sería un pequeño error, pero quizás quería decir sencillamente nosotros los privilegiados, lo cual sería correcto, puesto que yo, después de vivir 8 años en Alemania, también gozaba de los privilegios que todos o al menos la mayor parte de los alemanes gozan. Como tal, intenté responderle, no para contradecirla, de ninguna manera, sino para tratar de confortarla. Quise hacerle ver que ella no tenía la culpa, ninguno de nosotros, que como turistas traíamos dinero al país y que nuestra presencia no era una molestia sino era bienvenida, que quizás si el gobierno hindú combatiera mejor la corrupción, el dinero recaudado de los impuestos pudiera ser dedicado a combatir la pobreza de manera más eficiente. Ella me refutó, diciendo que como mujer blanca, europea, ella era favorecida por el sistema colonialista e imperialista, que todavía existía, aseguró, mientras los hindúes eran precisamente las víctimas. Todo lo que ella había aprendido durante sus cursos de desarrollo socioeconómico, donde había visto de manera conceptual lo que era la pobreza, ahora lo experimentaba de primera mano y resultaba ser difícil de tragar. Le recordé que los seres humanos somos animales de hábitos, y que pronto se acostumbraría a ver a la pobreza, tan cruel como pueda sonar, así como toda persona que viva en Caracas se acostumbra al espectáculo de los ranchos, a su presencia, a su peso sobre el paisaje, sólo aliviado por el contrapeso del verde Ávila. Muy a menudo la vista se endurece e ignora los horrores, los filtra. Al decir esto, me daba cuenta de la monstruosidad de mis palabras, que a pesar de ser reales, delataban mi indolencia, la del venezolano – la del ser humano. Así que empecé a tratar de entenderla y expandir su visión, en vez de consolarla – mucho tiempo después, al transcribir la conversación, pienso que los únicos que merecen ser consolados de la pobreza son los pobres mismos.

Comenzamos, con nuestras limitadas perspectivas, a discutir entonces sobre el colonialismo y sus consecuencias. Era mi turno de hacer confesiones y conté algo que no le había dicho a muchas personas y fue aquello que sentí la primera vez que llegué a Europa, cuando a los veintiún años, siendo la primera vez que abordaba un avión, llegué a Estocolmo. No cualquier ciudad europea, sino justo a una de las capitales más ricas, en la zona más estable económicamente de Europa. La visión del rápido y avanzado tren Arlanda Express, de las impecables calles de Östermalm, del esplendor del palacio de Drottningholm, habían despertado en mí sentimientos encontrados. La gran pregunta, tal y como imagino se la habría dicho Adam Smith en su tiempo, era la de por qué. ¿Por qué era Suecia más rica que Venezuela, si Suecia era un congelador, un terreno inhóspito e invernal, mientras mi patria era un paraíso? ¿De dónde habían sacado los suecos el dinero necesario para construir esas edificaciones,  no sólo ello, sino para formar una sociedad utópica donde la igualdad había sido alcanzada? 



Melanie me interrumpió diciendo "weil wir uns die Welt ausgebeutet haben" (porque nos hemos robado el botín del mundo, o más bien, porque hemos explotado al mundo). Y lo peor no es que haya ocurrido en el pasado, en la época de imperios y reyes, sino que todavía ocurría, que los países desarrollados trataban de frenar el desarrollo del tercer mundo al imponer las economías limpias basadas en recursos renovables. Comenzó a explicar cómo los países desarrollados compraban cuotas de emisión de gases de invernadero a países en desarrollo que, al necesitar el dinero, las vendían, por lo que las grandes potencias podían seguir contaminando el planeta, expandir sus economías, recaudar más dinero con el cual comprar más y más cuotas, en un ciclo tóxico. Estaba demostrado que la riqueza de una sociedad se podía medir a través de su emisión de dióxido de carbono: mientras más gases eran emitidos, mayor desarrollo económico y social se produciría. Puesto que el carbón sigue siendo la fuente más fácil y directa de energía conocida hasta ahora, frenar su uso era sencillamente aplicar un freno en el desarrollo de un país, más aún cuando la tecnología para usar los recursos renovables – solar, eólica, hidroeléctrica – a menudo venía de los países desarrollados, por lo tanto ellos seguían en control y podían ejercer su poder. ¿Con qué derecho obligaba Europa a África, Asia y América a quemar menos combustibles fósiles, si todos esos países necesitaban impulsar a sus economías? ¿Por qué pudo Europa impulsar su economía con la Revolución Industrial, basada en el carbón, y ahora, cuando era el turno de los demás países, el cambio climático era usado como amenaza para impedir la industrialización del tercer mundo? No podía ignorar los comentarios de Melanie, cuando yo mismo, en otro momento, también los había albergado. Recordé la conferencia a la que había asistido con el trabajo, en la que un profesor universitario, de unos setenta años, con voz pedante y didáctica, comentaba que si el gobernador de Borneo decidía talar la selva lluviosa de la isla en Indonesia, para vender la madera, había que detenerlo... En otro seminario, un físico comentaba descaradamente que si la civilización – palabra pronunciada con el mismo peso que usaba Spengler – era amenazada por las economías en desarrollo que seguían usando combustibles fósiles, era derecho de los europeos – alemanes – detener tal suceso. Recuerdo que mis ex-compañeros de trabajo escucharon indolentes tal propuesta. ¿Cómo querían detenerlo? ¿Invadir a Borneo, al resto del mundo? ¿En serio escuché esto en Alemania? ¿Después de Auschwitz?

Boris trató de hacer ver todo de manera más práctica, diciendo que él no podía, ni quería sentirse culpable de dormir en un hotel cinco estrellas, puesto que él quería estar seguro, cómodo y pernoctar en un sitio que cuente con las mismas o parecidas condiciones con las que vivíamos en Berlín, que no había nada de malo en pagar por un servicio y que no por ser blanco había que sentirse culpable de la historia de la humanidad. Muy probablemente correcto, pero Melanie y yo seguíamos divagando en nuestros pensamientos: rememoré las palabras de Susan Sontag, cuando decía que era inmensurable el daño que le había hecho la raza blanca a la humanidad – siento que esa frase no es del todo correcta, pues usa la palabra "raza", la cual considero es equivocada. Reflexioné sobre mi propio status y me pregunté por qué tenía yo, y no sólo yo sino toda mi familia tenía la misma idea sobre mí, sobre la certeza de mi logro, de mi éxito, por haber llegado a Alemania y conseguido trabajo y una vida estable. El año entrante, cuando adquiera la nacionalidad alemana, si todo sigue de acuerdo a los planes, estaré más aún convencido de ese logro. ¿Qué logro? ¿Qué clase de éxito personal representa pasar a ser alemán? ¿Por qué un pasaporte se convierte en una meta? Pues sencillamente en la serie de privilegios que te son concedidos, tal y como por ejemplo poder ser turista por el mundo, ir a todas partes pensando que es más barato que en casa – menos Suiza y Escandinavia, por supuesto. 

Por lo tanto me sentía partícipe de esa desigualdad que hay en el mundo, pues en vez de luchar contra ella, la mayoría hemos sucumbido al peso de los acontecimientos. Me siento culpable de haber usado divisas baratas para financiar mi educación en Europa, cuando hoy ya está demostrado que una de las cosas que desangró a Venezuela fue el control cambiario de los últimos años, y peor aún, de haberme quedado en Alemania, de no haber regresado, tal y como era la idea – si acaso hubo una idea o un plan detrás de las medidas del gobierno – de que los profesionales educados en el exterior regresaran a participar en la revolución y refundación de la república. Alemania y muchos otros países se benefician de esta fuga de cerebros que no ocurre por decenas sino por millones, jóvenes profesionales de todos los rincones del mundo, quienes se dicen a sí  – nosotros – mismos: hemos logrado el éxito, cuando en realidad quizás somos como Gori y Mothi, elefantes cargando con el peso de la demografía gris y en retroceso de los países europeos. Esta vez Melanie me reconfortó, diciéndome que al menos yo tenía presente el hecho de que yo había luchado por lograr los privilegios que poseo, que había estudiado, que me había preparado y formado para llegar a donde estoy. En cambio ella y todos los europeos, solamente habían tenido la fortuna de haber nacido allí, en el seno de familias nativas y no de inmigrantes – puesto que en Europa, la nacionalidad no es por nacimiento, sino por consanguinidad – y que mucha gente ignoraba lo privilegiados que eran. ¿A dónde comienzan los privilegios? ¿Dónde es trazada la línea: esta es tu labor, estos son tus frutos? ¿En qué punto comienza el peso de la historia, de las circunstancias? Recordé a Emmanuel Todd cuando decía que los meritócratas son peores que los aristócratas, pues al menos el aristócrata entiende que sus privilegios le fueron otorgados al nacer y que el fracaso de los pobres también es una clase de destino, mientras que el meritócrata piensa que su propio éxito está justificado y que el fracaso de los pobres es la culpa de ellos mismos.

Podríamos haber durado toda la noche discutiendo sobre el tema – debo confesar que cuando escribo, los argumentos tienden a ser más razonados y las frases más largas, mientras que en el momento que se discute, en caliente, las ideas brotan sin control, así que de la discusión he conservado quizás solo un par de argumentos, aunque fueron muchas más cosas las que se dijeron – pero el cansancio nos venció y nos quedamos dormidos.








India (III)



Nuestra travesía por Rajasthan – el estado más grande de la India en términos de área – comenzó en Jaipur, la capital. Antes llamada Rajputana, es una región de distintos colores, sabores, paisajes, palacios, templos y fortalezas, al margen del desierto de Thar. Nuestra primera visita en Jaipur es Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos, que se deja fotografiar mejor por las mañanas. Acudimos después a un cajero automático para obtener más efectivo y no conseguimos ninguno que funcionara. Rajes entonces nos dijo que él podía prestarnos 5000 rupias hasta que encontrásemos un cajero que diera dinero. Rajes, nuestro chofer y banco. Nos avergonzamos de haber dudado de su honestidad el primer día.

Tras cruzar la Pink City – llamada así por el color de los edificios, los cuales fueron pintados así por el maharaja de Jaipur para darle la bienvenida a los ingleses – fuimos al Amber Fort, a las afueras de la ciudad, una fortaleza construida en las montañas, que es sin dudas un lugar magnífico, lleno de recovecos y pequeños rincones, salones de espejos, jardines, terrazas, garitas, murallas, buhardillas y balcones. Fue en uno de sus pasillos, que un niño de quizás unos diez años, tras tomarse la respectiva fotografía con Melanie, le dio la mano y le dijo "Welcome to Rajasthan". Melanie se llevó la mano al corazón y agradeció el gesto. Más tarde nos diría cuánto había apreciado la bienvenida y se preguntó a sí misma, en voz alta, si eso pudiera ocurrir en Berlín o en Potsdam, que un niño se acercara a un turista y le dijera "Willkommen in Brandenburg". ¿Acaso el cinismo de Occidente impide dar bienvenidas? Siempre pensé que los niños eran iguales en todas partes del mundo, que la inocencia los unía, pero uno se da cuenta con los años que la educación determina muchas cualidades – y defectos – desde muy temprano.

Confieso había sido un sueño particular visitar Rajasthan desde que tenía al menos catorce años y había visto el documental de Lonely Planet de la BBC en el que Megan McCormick visita la región. ¿Cuántas personas de mi generación no han sido influenciadas por esta serie de documentales en los que jóvenes de entre veinte y treinta años exploran el mundo y viajan hasta los lugares más recónditos? No sólo fueron esos documentales, a finales de los noventa, sino luego toda una explosión de libros, películas y, por supuesto, con internet, blogs y videos de youtube, en los que los viajeros comentaban sus experiencias. Pensamos ser los sucesores de Piteas, Marco Polo e Ibn Battuta, pero... ¿cuánto exploramos en realidad? ¿en qué medida descubrimos, cuando existen tantas personas que han viajado, visto y escrito sobre estos lugares? ¿cuánto no nos es simplemente dado, en un pequeño paquete de emociones fabricadas, diseñadas para el gusto de las personas provenientes de países desarrollados – Europa, Estados Unidos, Japón y Australia?

Tuve esa impresión al contemplar el pomposo andar de los elefantes cuesta arriba en el Amber Fort. En el lomo de los elefantes, iban turistas sentados – en su mayoría blancos – quejándose del calor matutino. El camino hacia la fortaleza no es fácil para los paquidermos. La ilusión de montar un elefante es sin lugar a duda uno de los momentos más anticipados por turistas que visitan India. ¿Con qué derecho usamos nosotros a los humanos a esas bestias tan magníficas para nuestro propio provecho? Ahora viene la parte del relato de la que más me avergüenzo: nuestra visita a la villa de los elefantes, o al menos con ese nombre nos fue vendida. Luego del Amber Fort, el chofer ofreció llevarnos a un sitio donde los elefantes vivían, jugaban, comían y se bañaban, donde eran atentamente cuidados y uno podía interactuar con ellos. Mi primera reacción fue de rechazo, no me interesaba soportar esa industria de explotación animal, pero Boris y Melanie querían ir. Melanie nunca había visto elefantes tan cerca y estaba deleitada. En Alemania no hay circos itinerantes que transporten elefantes, así que para ellos sigue siendo una visión exótica. En mi niñez había visto muchos elefantes, cada vez que un circo llegaba a mi ciudad, además de verlos en zoológicos y parques, así que estaba acostumbrado a su imagen. En un viaje, cuando vas acompañado, debes hacer concesiones, para no entrar en conflictos. Lo que no pensé fue que quizás cuando entra en conflicto con tu moral, no deberías participar. Sin embargo, decidí aceptar y fuimos a la llamada villa de los elefantes.



El camino hacia la villa empezó ya de manera extraña. Llamadas al celular y un motorizado escoltándonos. Llegamos entonces a una casa, con un amplio patio. En el patio estaban dos elefantes, que si bien no estaban encadenados, estaban muy quietos, como si hubiesen sido adormecidos por algún tranquilizante. No había villa. El encargado del sitio nos aseguró que sí había una, pero en otra parte. ¿Quieren verla? ¡Es muy lejos! Ante las advertencias preferimos decir que no – hubiésemos dicho que sí, para probar su testimonio. El encargado nos informó de los paquetes turísticos que había: pintar, bañar, montar y alimentar a los elefante eran las distintas posibles actividades, podíamos escoger las distintas combinaciones. Una vez negociado el precio nos presentaron a los elefantes, que todo este tiempo habían estado allí, esperando. Gori y Mothi se llamaban, eran hembras. Nos dieron colores para pintarlas, no tóxicos, orgánicos, hechos por mujeres locales, nos aseguraron. Los colores resultaron ser témpera: si bien creo que no es exactamente orgánica, es el color que usan niños en la escuela y ciertamente no debe ser tóxico, al menos para los humanos. Con el pincel en la mano, tuvimos que enfrentar un lienzo que pocos quizás han tenido frente de sí: la arrugada, peluda e irregular piel del costado de un elefante. Me sentí denigrado y, sin embargo, seguí. La banalidad de nuestros pequeños actos de maldad. Luego bañamos a las elefantas, con una manguera, desperdiciando agua que de seguro es muy preciada en los predios desérticos de Jaipur. La témpera no salía tan fácil, a pesar de dar varias cepilladas. Era obvio que cada pintada dejaba sus huellas. Llegó el momento de montar a la elefanta: yo no quise, preferí tomar las fotos, mientras Boris y Melanie sí subieron al lomo de Mothi. Los dos dieron una vuelta a la cuadra, en una de las calles más pobres de Jaipur y luego volvieron. Todos dimos de comida – pan blanco – a los elefantes y luego nos fuimos, no sin antes pagar el monto prometido y dar propinas a todos y cada uno de los empleados que allí trabajaban, lo cual causó cierto roce con el encargado, pues al parecer los empleados no debían recibir propinas. Además, Boris tuvo que escribir, o mejor dicho, copiar un texto ya previamente escrito por el encargado y publicarlo en TripAdvisor. Secretamente le dije a Boris que debía borrar la recomendación en cuanto llegásemos al hotel.

Pagar un puñado de rupias para complacer el capricho de montar un elefante, sostiene una industria que se vale de los animales y los explotan hasta el cansancio. Y, sin embargo, ¿cómo llegar a un consenso entre el elefante y el hombre en el ecosistema de la India? ¿no es acaso el elefante un animal domesticado desde hace milenios en la India? entonces montar un elefante no debería causarnos menor horror que el espectáculo de un jinete sobre un caballo. Sin embargo atribuimos al elefante ciertas propiedades superiores a las equinas, admiramos su memoria, su tamaño, su cadencia. Pensamos que sufren – y en gran parte sí sufren, pues el calor los agota y nuestro peso les molesta. Pero Gori y Mothi, a parte de su extraño letargo, que nos hacía sospechar del uso de tranquilizantes, no parecían estar padeciendo de significante maltrato, si recibir una capa de pintura en la piel es descartado o el cautiverio de por sí no es considerado como tal. Hay que recordar que los elefantes son capaces de vivir en el mundo salvaje, no como un perro, que depende de nosotros para conseguir comida y agua – escribo esta última línea y me detengo a pensar en la cantidad de perros callejeros que viven en la India: ¿de verdad nos necesitan? pues probablemente sí, de nuestra continua generación de basura y desperdicios, de los cuales ellos puedan alimentarse. Pero seguramente si desapareciéramos, los perros callejeros, a diferencia de los terrier y pequineses que habitan en nuestros apartamentos, sí sobrevivirían, pasarían a ser una especie como los licaones, volverían a ser depredadores, respondiendo a su diseño original.

Más que mi malestar por la condición en que viven los elefantes en cautiverio y por lo que hicimos Boris, Melanie y yo, ser cómplices de la industria de explotación animal, mayor conflicto me causó el hecho de que más me molestara cómo vive el elefante a cómo vivía la anciana que encontramos el día anterior en la carretera. Ese precisamente es el punto a discutir. Los empleados de la casa donde vivían los elefantes eran quizás igual de explotados que los animales: mísera paga y poca apreciación. Por supuesto debería irritarme más la reacción del encargado de disgusto cuando le dimos la propina a los otros empleados. Es la situación en la que viven todas las personas que prestan servicio en la India: conceder satisfacción a los turistas a cambio de salarios muy bajos. ¿No es la justicia social un tema más importante que el derecho del elefante a ser libre? Quizás la lucha de los derechos humanos y de los derechos animales sea la misma frontera y no lo hemos reconocido aún. Pero, al mismo tiempo, ¿no es acaso la industria del turismo, esa máquina de satisfacción de deseos, una fuente de ingresos para la región? ¿Son realmente explotados los hombres y mujeres que trabajan en la industria del servicio y el turismo, si se compara con el estado en que viven los hombres y mujeres que trabajan en el campo, en las minas, en las zonas rurales de la India? ¿En qué condiciones vivirían todos los hindúes que nos atienden en los restaurantes, en los hoteles, en los monumentos patrimonio, si turistas como nosotros no tomaran un avión y cruzaran medio continente para llegar hasta Amber Fort para montar un elefante?

Al final de la jornada, cenamos en el restaurant del hotel. Tuvimos un pequeño problema cultural cuando el mesonero trajo el menú a la mesa y sólo trajo dos ejemplares: para Boris y para mí, no para Melanie. Ella, molesta, nos contó que en el cafetín Amber Fort los empleados también la ignoraron y no tomaron su pedido sino hasta que ella prácticamente gritó a uno de ellos. Como el mesonero, actuaban como si ella simplemente no estuviera allí. ¿Debía Melanie esperar a que nosotros estuviésemos listos para ver la carta o peor aún, debíamos nosotros decidir qué comería ella? Quizás fue sólo una omisión por error. Apartando esta discusión, la cena fue exquisita. Consistió en una ensalada de patilla con queso de cabra, seguida de un daal de lentejas, bien condimentado. Regresamos a nuestra habitación y dormimos. Al siguiente día iríamos a Jodhpur.

India (II)

Al día siguiente nos levantamos temprano, a pesar de lo cansado que estábamos. A las 7 AM teníamos que estar listos en el lobby del hotel y encontrarnos con nuestro chofer, pues ese domingo iríamos a Agra y de allí a Jaipur, todo en el mismo día. Normalmente los turistas pasan más de un día en Agra,  en el viaje por el Golden Triangle, pero por recomendaciones de mi colega del trabajo – hindú, de Mumbai – decidimos no pernoctar allí. Sus palabras me advirtieron de la suciedad de Agra, ya que es una ciudad industrial y de mucha pobreza. Nos pareció extraño que la ciudad del Taj Mahal sea considerada por los hindúes como una ciudad sucia, pero preferimos seguir los consejos de los locales. Tras empacar y descender al lobby nos encontramos con el chofer. Nuestras sospechas resultaron ser ciertas: la persona con la que Boris se había comunicado durante todo este tiempo, Rakesh Kumar, estaba allí en el hotel, con una agenda y una carpeta llena de documentos, pero resulta que esta persona no sería nuestro chofer sino era el gerente de la agencia de choferes. Sin embargo, en la página web donde encontramos su servicio, había testimonios de otros viajeros que aseguraban haber viajado con Rakesh.  Esta vez no viajaríamos con él – no sabemos si los testimonios eran ciertos – sino con Rajes Kumar, quien también estaba allí en el hotel, si bien afuera, dentro del auto. Rajes, tras sernos presentado, parecía ser tímido y muy serio.

Tras hacer el checkout, abordamos el auto de Rajes junto con Rakesh y nos dirigimos al próximo cajero automático para pagar la primera mitad del monto total del tour. En plena Connaught Place encontramos un banco. Boris descendió junto con Rakesh, mientras Melanie y yo esperamos en el auto con Rajes. El tiempo transcurría mientras en el auto los tres permanecíamos en silencio. Al cabo de unos minutos comenzamos a inquietarnos. Melanie me pidió que fuera a ver qué pasaba con Boris, pero yo decía: no te voy a dejar sola con el chofer que apenas acabamos de conocer. Melanie entonces dijo: y los dos no nos podemos bajar porque si lo hacemos, se va con todo nuestro equipaje. Nos reímos, pero en realidad estábamos nerviosos. Los próximos 6 días estaríamos junto al chofer todo el tiempo y no sabíamos cómo resultaría. La única referencia era una página web. Entonces Boris volvió y explicó que los cajeros sólo permiten sacar 10 mil rupias cada ocasión y por lo tanto no había podido sacar el monto completo. Acordamos pagar el viaje en tres partes: la segunda parte la daríamos en Jaipur y la tercera en Jodhpur. Nos despedimos de Rakesh y nuestro viaje a Agra comenzó.

El recorrido entre Delhi y Agra es a través de la Yamuna Express Highway, una amplia y moderna autopista que acortó el tiempo necesario para ir de una ciudad a otra. La timidez de Rajes resultó ser algo positivo, pues no hay nada más fastidioso que un chofer que no para de hablar. Sin embargo, poco a poco fuimos hablando más y más cosas con él. Conociéndonos, a la vez que conocíamos India. Tras 3 horas de viaje llegamos a Agra, donde nos encontramos por primera vez con esa visión típica de la India, no otra sino la de vacas circulando dentro de una ciudad. Vacas, motos y tuk-tuks, todos compitiendo por un espacio en la vía. Así llegamos a la entrada este del Taj Mahal, donde Rajes nos dejó y nos pasaría buscando apenas le diéramos una llamada perdida. 

Al llegar a la entrada del parque/área monumental donde está el Taj Mahal, alguien nos ayudó a navegar entre las multitudes que se agolpaban a las puertas. En este monumento, de nuevo, había una caja sólo para extranjeros, donde el precio era mucho más alto que para los hindúes. La persona que nos ayudó quería además ser nuestro guía, a cambio de la suma que nosotros consideráramos apropiada. Sin embargo, dimos las gracias y seguimos nuestro camino. Más adelante un soldado apostado allí para resguardar la seguridad de la entrada nos tuvo que ayudar a encontrar la entrada para extranjeros – aquí también había una diferencia. La cola para los hindúes era enorme, llegaba hasta la calle, mientras que los extranjeros no tuvimos que esperar nada, excepto por los chequeos de seguridad. En todas las entradas a monumentos, incluso en la entrada a las estaciones de metro, hay control de metales y guardias de seguridad que te requisan. Quizás en India sea el miedo a terrorismo mayor incluso que en Europa.



Y, de repente, allí estaba. El mausoleo que construyó el emperador Shah Jahan para su esposa Mumtaz. El Taj Mahal es quizás el monumento más hermoso que he visto en mi vida. Hay edificios impresionantes en Europa, como la Catedral de Colonia, el Duomo de Milano, la torre Eiffel, el Partenón, pero pocos son tan bellos como el Taj Mahal. Belleza es la cualidad que mejor puede decirse de su aspecto. Hay algo en la arquitectura mogol, su sincretismo de líneas persas, hindúes y clásicas, que causa placer al ser contemplada. La blancura del mármol brilla bajo el implacable sol de Uttar Pradesh. Rabindranath Tagore escribió una vez que el Taj Mahal era "una lágrima en el rostro de la eternidad", sólo un poeta podía decir algo tan acertado.

Después de esta vista nos dirigimos al Agra Fort, que resultó ser una agradable sorpresa: jardines muy bien cuidados, salas de audiencia similares al Red Fort, además de una vista increíble sobre el río Yamuna con el Taj Mahal al fondo. 



Después de este sightseeing, nos dirigimos a un restaurante que según Rajes sólo era frecuentado por locales. El almuerzo consistió en malai kofta, de sabor dulce, pero exquisitas. Después de la comida nos ofrecieron una especie de semillas azucaradas, que descubrimos no era otra cosa que anís, el cual es consumido para mejorar la digestión y dar buen aliento. Fuera del restaurante nos esperaba un personaje que quizás ya no se encuentra tan a menudo, pero forma parte del imaginario colectivo sobre la India: me refiero a un encantador de serpientes, con turbante y flauta, sentado, una cesta a sus pies, de la cual se incorporaba el danzante cuerpo de una cobra. No me gusta para nada todo aquello que tenga que ver con usar animales salvajes para ganar dinero, de paso del pánico normal que genera la vista de una cobra viva, así que nos montamos en el auto y rápidamente nos alejamos.

La vía entre Agra y Jaipur pasa por Fatehpur Sikri, una ciudadela construida por Akbar, el primer emperador mogol, destinada a ser la capital de su imperio, pero que duraría muy poco pues el terreno donde fue construida carecía de fuentes de agua. Sin embargo, no pudimos detenernos pues era muy tarde y debíamos seguir a Jaipur. Desde nuestro auto pudimos observar la cantidad de personas que había en la calle, gente en los mercados callejeros comprando, vendiendo, intercambiando comida, bienes, mercancía, pero no sólo había gente ejecutando acciones. Había una gran cantidad de personas tan sólo observando la calle, esperando, contemplando. Más adelante observamos mujeres bombeando agua del suelo de una pila de agua, mujeres acumulando cartones para luego venderlos, quemando basura, viviendo en pequeñas casas hechas de material de desecho. Y la cantidad de perros callejeros. Rajes se detuvo en un punto desde donde había una vista increíble de las murallas de Fatehpur Sikri. Descendimos del vehículo con nuestras cámaras y, de repente, fuimos abordados por una multitud de niños de la calle. Salían de las zanjas a orillas del camino, donde seguro vivían, atrincherados. Una niña se aferró fuertemente a Melanie, no fue fácil librarse de ella. Rajes nos recomendó volver al auto y no dar dinero alguno, cerrar las ventanas y cuidar que no se guindasen el vehículo, pues esos niños pertenecían a familias de mendigos profesionales, que simulaban accidentes para luego pedir dinero.

Unos minutos más tarde, Rajes se volvió a detener, esta vez para pagar ciertos impuestos en una casilla al borde de la carretera. Dejó el auto estacionado a orillas del camino y salió a hacer su diligencia, mientras esperábamos adentro. Entonces, una mano arrugada y sumamente delgada comenzó a golpear la ventana. Era la mano de una anciana, vestida en un saree lila, pidiendo dinero, comida, ayuda. Su boca sin dientes estaba abierta, ¿era una sonrisa o un llamado por atención? ¿Qué podíamos darle? ¿Era una mendiga profesional, como Rajes había dicho? Entramos en conflicto con nuestro miedo, con la irritación que produce el espectáculo de una anciana golpeando a tu puerta, fuerte y continuamente, pidiendo por dinero, sin vergüenza – ¿qué vergüenza? la miseria la desconoce, no hay orgullo ni soberbia entre los pobres más pobres, sólo desesperación. ¿Soluciona algo, dar una limosna? Mientras decidíamos si le daríamos algo a la anciana o no, Rajes regresó, encendió el vehículo y partimos. Miré hacia atrás y la figura de la anciana se hacía más y más pequeña.

Al costado del vehículo que Rajes manejaba – no sabemos si era suyo, o de la empresa – había una etiqueta que designaba al auto como vehículo para turistas, mencionando su nombre: Rajes Kumar ¿Por qué tenía el mismo apellido que Rakesh? ¿Acaso eran parientes? Rajes nos contestó que él era brahmani y en su casta el apellido Kumar era muy común. No quisimos preguntar mucho sobre el sistema de castas. Pensamos que no era lo más cortés indagar sobre los estratos sociales de la India, sin ser molestos. ¿Cómo entender a la India sin entender al sistema de castas? Tendré que leer más a fondo sobre ello. Cinco horas después, exhaustos, llegamos a Jaipur. El día siguiente sería otra vez de muchos monumentos y visitas.

sábado, 11 de noviembre de 2017

India (I)


Llegamos al aeropuerto Indira Gandhi de Delhi después de 7 horas de vuelo. Nos llamó la atención la cantidad de personal por todas partes: personal guiando a los pasajeros al lugar indicado, hacia inmigración, hacia otro terminal, hacia una conexión a algún vuelo nacional; personal de pie frente a una puerta, para resguardar que nadie pase por allí; personal sellando tu visa en el pasaporte,  para 10 metros adelante encontrar a personal que comprueba que tu pasaporte tiene la visa sellada. Los avisos diciendo que el aeropuerto es el mejor del mundo nos causan buena impresión: so schlimm kann es dann nicht sein (tan malo no puede ser entonces). Tras semanas escuchando advertencias de nuestros familiares, amigos, otros turistas e incluso de compañeros de trabajo originarios de la India, cierta predisposición nos impide ser completamente libres: cuidado con el agua, sólo bebe botellas de agua mineral con el sello de empaque, preferiblemente la marca Bisleri, no consumas cubos de hielo, prohibido comer de los vendedores ambulantes en la calle... a la India llegas con un manojo de temores, ideas preconcebidas, ilusiones esperando ser cumplidas. Lo cómico no es que la India que te imaginas sea falsa y distinta a la que es – algo que es cierto – sino lo más interesante es que muchas veces la India que observas es justamente aquella que esperas, pero te agarra desprevenido, pues tiene el peso de la realidad, del hecho, la corroboración de la verdad que tantas veces se repite pero en cierto modo no se cree hasta que se tiene delante de los ojos. 

Lo primero que hicimos fue procurar dinero con nuestras tarjetas de crédito en los cajeros situados en el área de entrada del aeropuerto, así como comprar tarjetas SIM hindúes que nos permitan estar conectados con nuestros smartphones durante todo el viaje. Las necesidades que el nuevo viajero tiene. Una cosa teníamos claro: este viaje no iba a ser turismo de aventura. Esos mismos temores –que en cierto modo era respeto por un país del cual sabíamos o sabemos muy poco – moldearon la planificación de nuestro viaje. Sólo hoteles de calidad (cuatro estrellas o superior), pues los estándares de clasificación de la India son un poco dudosos. Un auto con chofer para conducirnos entre Delhi, Agra y Rajasthan. No exactamente lo que se llama turismo de mochilero. Pero como grupo decidimos viajar así, para el bienestar y deseo de cada uno de nosotros. Diría mi mamá: "para pasar trabajo en vacaciones prefiero quedarme en mi casa". 

Al salir del área de entrada del aeropuerto (protegida por el aire acondicionado), dispuestos a coger el taxi prepagado que nos llevaría al hotel, fuimos confrontados con el aire de Delhi: aquí la contaminación del aire es 10 veces peor que en Beijing. Una bruma amarillenta, mezcla de polvo, ceniza, humo, niebla y vapores industriales habita sobre todo y limita la vista a tan sólo 1.2 km. Sentí algo similar a lo que sentía cuando después de la zafra se quemaban los cañaverales en los valles de Aragua y el aire se cargaba de ceniza: ese ardor leve que irrita todas las vías respiratorias. Pero peor. Más irritante. Y así comenzamos nuestro primer recorrido por las calles de la India: la vía del aeropuerto al centro de Delhi consta de avenidas amplias, pero enseguida reconocimos que las líneas dibujadas en la calle, delimitando los carriles, eran acaso una ligera recomendación, jamás una norma. Motos transportando tres, cuatro hasta cinco personas. Tuk-tuks repletos con pasajeros y sus maletas. Autos esquivando el tráfico, dejando distancias milimétricas entre el auto precedente y el siguiente. Descubrimos también que el sentido de la vía es también opcional y si la distancia es corta, también habrá vehículos circulando en la dirección contraria: ¡en autopistas! A lo largo del camino, el taxista nos hacía preguntas que a cualquier persona molestarían, como cuánto pagaron por su habitación en el hotel. No sabemos, compramos todo como un paquete, dije, tratando de evitar la incomodidad. Poco a poco nos daríamos cuenta que el hindú no se intimida de hablar de dinero, precios, salarios, incluso a extraños. Más tarde a orillas del camino creí ver un busto de Simón Bolívar y sí, en efecto, una plaza dedicada al Libertador en el corazón de Delhi. 


Así llegamos a nuestro hotel, cerca de Connaught Place, una plaza circular, enorme, rodeada de columnatas erigidas por los ingleses para albergar tiendas y comercios. Después de refrescarnos, nos dirigimos a la plaza, dispuestos a descubrir India. No caminamos 10 metros antes de que el primer tuk tuk nos ofreciera llevarnos. Al tratar de cruzar la calle – tarea que a nosotros, recién llegados de la provincial capital alemana, nos resultó imposible – un joven se nos acercó y nos hizo señas para seguirlo: él nos ayudaría a vencer el tráfico. Con arrojo, el joven sencillamente empezó a cruzar la calle, mientras hacía un ademán a los autos para que se detuvieran. Nosotros lo seguimos ciegamente. Al llegar al otro lado de la calle le dimos las gracias y comenzó a conversar con nosotros. Hablaba inglés perfecto – nos dijo era profesor de inglés – y sabía mucho de Alemania: Berlín, Munich, Hamburg, Stuttgart... una por una nombraba a las grandes ciudades alemanas, así como a los equipos de la Bundesliga. Nos dijo que no confiáramos en las personas que nos topáramos en la calle y que deberíamos ir a un bazar de textiles, cuya dirección él personalmente conocía, donde encontraríamos artículos de toda India a muy buenos precios. Rápidamente habló con un chofer de tuk tuk que nos llevaría enseguida al bazar y en tan sólo segundos los tres estábamos a bordo del vehículo rumbo a un bazar que no conocíamos.

El bazar era más bien una tienda, de mucha variedad pero de pobre iluminación: cada vez que poníamos pie en el umbral de una habitación, esta se encontraba a oscuras, pero apenas entrábamos, el ruido de interruptores precedía a la luz blanca y halógena que de repente iluminaba los objetos. Fuimos conducidos de habitación a otra habitación, a través de puertas, pasillos, escaleras y espejos. En los estantes, telas de todos los colores y materiales esperaban atentas. Melanie probó un saree color fucsia, pero ella se sentía como una "europea disfrazada". Vimos pantalones de rayón, zapatos del Punjab, más sarees. Un vendedor comenzó a explicarnos lo que es la pashmina, textil usado para bufandas y pañuelos, hecho del vello de la barba y cuello de cabras de Cachemira. La finura de los vellos hacía que bufandas de pashmina brinden mucho calor y protección a quienes las usen, además de la suavidad de su textura. Había pashmina-silk, pashmina-kashmir, 100% pashmina, ordenadas de menor a mayor valor. Nuestro interés hizo que el vendedor nos revelara la existencia de una otra tela, mucho más valiosa, que sólo reyes lucían: la shahmina, hecha con vello de antílopes. Cada explicación era acompañada de una muestra en vivo,  diversas bufandas de todos colores fueron desplegadas sobre la mesa con un movimiento de las manos. Entonces empezó la compra. Tratamos de negociar, pero todavía estábamos recién llegados y no conocíamos el arte del regateo, así que aceptamos los precios sin mucho discutir. Al salir, el chofer del tuk tuk nos estaba esperando. Nos quería llevar a un bazar subterráneo, pero decidimos volver a Connaught Place. Allí regresamos y fuimos abordados por multitud de personas: todos preguntaban de dónde veníamos, "¡Alemania!, Guten Tag" y querían mostrarnos una agencia de viajes donde podíamos recibir un mapa e indicaciones. Mi sentido común me hacía rechazar cualquier invitación, a diferencia de Boris y Melanie, quienes entusiasmados hacían caso de las indicaciones. Yo ya estaba harto y le dije fuertemente a las personas que no, para luego refugiarnos en un café y compramos un té helado – lo pedimos explícitamente sin hielo, pero el mesonero no hizo caso de nuestro absurdo deseo de un té helado sin hielo y por supuesto recibimos vasos repletos de hielo, los cuales obedientemente bebimos. Primera regla infringida.

Tras una corta visita al parque situado en el centro de Connaught Place, donde los jóvenes hindúes se reunían y los chicos correteaban detrás de las chicas, tomamos el metro en dirección a Old Delhi. Atravesando mares de personas que, como olas, fluían a través de los andenes, escaleras y pasillos del transporte subterráneo, logramos encontrar el andén justo en la dirección que queríamos. Dentro del vagón, no había diferencia con un vagón del metro de Berlín en hora pico. Tras unas cuantas paradas llegamos a Chandni Chowk. Afuera nos esperaba Old Delhi. Siguiendo las flechas que apuntaban hacia el Red Fort, caminamos a través de un parque donde personas descalzas descansaban en la grama. Luego tuvimos que caminar a través del viejo bazar. Fue allí cuando me di cuenta que viajar en la India es también descubrir la variedad y las posibilidades de la condición humana. ¿Cuántos colores y olores no me asombraron en cada rincón y tienda? ¿Cómo no maravillarse de los mendigos sentados afuera de un templo, esperando las limosnas de los devotos, resignados a vivir así pues quizás en la siguiente vida les tocaría una mejor oportunidad? ¿Cómo no desviar la mirada ante el espectáculo de la pobreza desnuda y el asco que provoca ver a personas comiendo sentadas en el piso rodeadas de basura y perros callejeros? Nos movimos de manera veloz hasta llegar al Red Fort.

En el Red Fort comenzó lo que sería un leitmotiv de las vacaciones: jóvenes de todas las edades sacaban sus smartphones y pedían educadamente a Boris y Melanie si podían tomarse una foto con ellos. La piel blanca sigue siendo vista como algo cotizado y concede un elevado valor social. Ser visto con gente de piel blanca, al parecer, transfiere cierto prestigio a aquellos que con una foto dan fe del encuentro. La escena se repetiría en todos los sitios turísticos a los que fuimos. A mí, por lo contrario, no me pedían fotos sino, tras intercambiar palabras conmigo en inglés, me preguntaban intrigados de dónde venía. Al decir que venía de Venezuela – país que la gran mayoría desconocían – decían con una sonrisa que yo parecía hindú, que mi rostro, mi cuerpo, eran hindúes. Unos preguntaban incluso de dónde venían mis padres, si acaso ellos eran hindúes, y cuando yo respondía que no, volvían a preguntar si yo estaba seguro de ello. Así que mientras Boris y Melanie resaltaban entre las multitudes, yo más bien me hacía completamente invisible en ellas y podía ser un ciudadano más de la democracia más grande del mundo. Nos pusimos al final de la cola – larguísima – para comprar las entradas al Red Fort y nos dimos cuenta que los extranjeros hacían una cola muchísimo más corta, ya que había una taquilla dedicada exclusivamente para nosotros. Irritados por el trato preferencial a turistas, nos dirigimos a la taquilla, pero nuestro enojo se disipó al darnos cuenta que si bien los extranjeros no hacían cola, debían pagar veinte veces lo que paga un nativo.


Una vez flanqueada la Lahori Gate, nos encontramos dentro del Red Fort, ejemplo exquisito de la arquitectura mogol. El Diwan-i-Am, Salón de la Audiencia Pública, fue hermoso. Paseamos por los jardines y demás salones de los emperadores mogoles hasta que el atardecer nos sorprendió. Diligentemente salimos y tomamos un taxi al hotel, donde pudimos comer butter chicken cheese naan, respirando aire purificado. Había sido un largo primer día.