viernes, 29 de diciembre de 2017

India (los días en Goa)

Palolem es, sin duda, uno de esos lugares mágicos, donde la conjunción de mar, tierra y sol generan un espectáculo encantador. Nos habían recomendado ir al sur de Goa, pues el norte era muy comercial y seguimos ese consejo. Goa – y, en extensión, la India entera – era un destino casi místico hasta hace unos años, pero la comercialización, la globalización y todos esos procesos que ocurren a gran escala en el mundo entero habían cambiado el carácter de los sitios, vuelto a sus habitantes más cínicos, a sus visitantes más codiciosos. Pero Palolem parecía haber escapado esa suerte – al menos así nos lo vendieron – podías encontrar aquí tu pedazo de paz, de nirvana, sin pagar mucho por ello.

La playa definitivamente no era un secreto, ya que a orillas del mar, bajo la sombra de los cocoteros, se erguía una hilera de hoteles, en uno de los cuales Boris, Melanie y yo nos hospedamos. No obstante, estos hoteles pertenecían a la llamada arquitectura sustentable: estaban hechos de materiales de reciclaje y, todos los años, después del monzón, eran construidos para dar la bienvenida a la temporada alta, durante los meses de invierno, cuando no llovía – o al menos llovía muy escasamente – en esa parte de la India. En abril o mayo, justo antes de comenzar las lluvias, eran de nuevo desmontados y desensamblados en sus distintas partes, para mantenerlas secas. Los materiales de los que estaban hechos los hoteles eran paneles de fibras de coco, hojas de palma, madera y alguna que otra porción de plástico para garantizar la impermeabilidad, por ejemplo en la ducha del baño.


El hotel donde nos quedamos contaba con dos restaurantes: el principal, donde eran servido los desayunos y las cenas, y un bar llamado Tapas, donde podías sentarte durante todo el día, tomar cerveza o algún cóctel y disfrutar de pasapalos y comidas sencillas. El bar Tapas sería mi lugar favorito de las vacaciones, ya que contaba con muebles muy cómodos y al estar justo en la playa, podías contemplar el mar mientras te refugiabas del duro sol tropical. Así el transcurrir de nuestros días consistía en desayunar en el restaurante principal – un buffet muy modesto, compuesto de rebanadas de pan blanco, mantequilla, mermelada, papas sazonadas con cúrcuma y frutas tropicales, acompañado de café negro colado o chai – para luego darnos un baño en la playa hasta eso de las 12 del mediodía, cuando el calor nos obligaba ir a Tapas. Allí estábamos, conversando, leyendo, hasta las cuatro de la tarde, cuando volvíamos a la arena y seguíamos un rato más en el sol y en el agua hasta el anochecer. Después venía la cena, que siempre era en algún restaurante de la playa y luego otra vez en Tapas hasta las 12 de la noche, cuando apagaban las luces y el bar era "cerrado". Lo digo entre comillas, pues el bar no tenía puertas. Había un servicio de seguridad – sólo un hombre – que deambulaba por el hotel vigilando las instalaciones, pero Tapas era cuidado por el personal que allí dormía: todas las noches, después que nosotros nos íbamos a nuestra habitación – siempre éramos los últimos – un grupo de cuatro o cinco trabajadores del hotel juntaban los muebles del bar y construían allí sus camas. A las siete de la mañana no había rastro de ellos, así que dormían alrededor de seis horas, sin tener una habitación particular, sin privacidad, sólo el descanso que ofrecían los cojines de los muebles sobre los cuales los culos de los turistas sudaban durante todo el día.

En general, el personal del hotel era muy amigable, los mejores que encontramos en la India. Siempre conversamos con uno de los mesoneros del restaurante principal, de tez morena y dientes blancos como el marfil, quien siempre nos recibía atentos para el desayuno. Rápidamente memorizó nuestros nombres – en cambio, nosotros ya hemos olvidado el suyo – y entramos en confianza. Nos contó que era de Nepal, que la gran mayoría de las personas que trabajaban en Goa no eran de allí, sino venían de otro sitio de la India o de Asia. Su meta era ir a Canadá, pues allá podía ganar más dinero. Una noche nos ofreció feni, licor a base de merey, el cual sabía a puro schnaps. Feni y la cerveza Kingfisher fueron nuestras bebidas fundamentales en Goa. 



La lectura de las vacaciones, la cual todavía no he culminado, fue Midnight's Children de Salman Rushdie. El escritor hindú es mejor conocido por el infame The Satanic Verses (Los Versos Satánicos), por el cual el ayatollah de Irán proclamó una fatwa: se ofreció un botín para cualquiera que asesinara a Rushdie, por haber sido blasfemo al Islam. Midnight's Children es un libro perteneciente al realismo mágico, género que pensé era único de Latinoamérica, pero al parecer ha sido ya agotado en otras literaturas. Disfruté de las páginas en el calor de Palolem y me asombré de lo rica que era su trama: elementos del cómic estadounidense (X-Men me vino a la mente), junto a un estudio de la historia contemporánea de la India. La literatura hindú es muy rica. También Occidente ha escrito numerosos volúmenes acerca de la India. En Palolem existen dos librerías, en la cual encontramos diversos libros acerca de la India o escritos por autores hindúes, algunos de los cuales ya poseía y otros no: 
  • una colección de cuentos de Rabindranath Tagore,
  • Heat and Dust, de Ruth Prawer Jhabvala,
  • A Suitable Boy, de Vikram Seth,
  • Saraswati Park, de Anjali Joseph,
  • A Search In Secret India, de Paul Brunton,
  • The Idea of India, de Sunil Khilnani,
  • No Full Stops In India, de Mark Tully,
  • The Last Mughal, Nine Lives y City of Djinns, de William Dalrymple,
  • Indien: ein Länderproträt, de Bernard Imhasly,
  • A Passage to India, de E. M. Forster,
  • The Siege of Krishnapur, de J. G. Farrell,
  • The White Tiger, de Aravind Adiga,
  • The God of Small Things, de Arundhati Roy,
  • A Fine Balance, de Rohinton Mistry,
  • Kim, de Rudyard Kipling,
  • Shantaram, de Gregory David Roberts,
  • India, de Patrick French
  • An Area of Darkness: his Discovery of India, de V. S. Naipaul.
Tengo ahora material de lectura para múltiples vacaciones en la India. Mi meta es leer varios trabajos de ficción hindú antes de proceder a leer los ensayos o libros de no-ficción sobre la India. La ficción como punto de partida para entender la realidad.

Como dije, desde Tapas se podía contemplar toda la playa, que se abría como un anfiteatro donde diversas cosas sucedían. Sobre la arena, los botes de los pescadores yacían varados la mayor parte del día, unos esperando que algún turista se antojase a salir mar adentro a ver los delfines, otros porque ya habían salido en la madrugada a pescar. Los pescadores arrastraban los botes, a veces entre 8 o 10 personas, desde el mar hacia la orilla, más allá de la línea de marea, donde el ir y venir de las olas no pudieran devolverlos a las aguas. A la sombra de uno de los botes, en un pequeño surco en la arena, una perra, flaca e impasible, reposaba de la luz del sol de la tarde, mientras a su alrededor, una manada de cachorros retozaba y jugaba. La manada estaba compuesta por cuatro perritos, de los cuales tres eran relativamente grandes, peludos, activos y juguetones. El otro, el más débil del grupo, era macilento, pasivo, lento y de tamaño mucho menor. Como el bote estaba justo al frente de Tapas, pudimos observar todo: a la hora de amamantar, los más fuertes enseguida tomaban posesión de las tetas de la madre, mientras que el hermanito débil saltaba de aquí para allá buscando un espacio donde él también pegar su hocico. Cuando jugaban, los más fuertes se mordían entre ellos, se revolcaban en la arena y chillaban de manera aguda, mientras que el pequeñín intentaba correr detrás de ellos pero parecía siempre llegar tarde a la diversión, reaccionar unos segundos más tarde a lo que pasaba en el grupo.

Boris pensó en adoptar a uno de los cachorros y llevarlo a Alemania. Melanie dijo que si queríamos hacerlo, debíamos adoptar al más débil, pues los demás seguro sobrevivirían sin ayuda de los humanos. Yo, como siempre, me opuse, pensando en los asuntos prácticos del viaje: ¿cómo lo transportaríamos? ¿cómo resistiría el cachorro, siendo tan débil, todas las horas de vuelo que existen entre India y Alemania? ¿qué permisos, vacunas y papeles eran necesarios para llevarse un perro de un país a otro? Intentamos hallar las respuestas en la web, pero al cabo de un rato nos distrajimos y cambiamos de conversación.

Otros animales que deambulaban por la playa eran las sempiternas vacas: ellas caminaban sobre la arena a primeras horas del día y luego antes del atardecer, así que coincidían con los momentos en que estábamos nosotros también en la playa. Otras criaturas de las cuales temíamos eran las llamadas sandflöhe o pulgas de la playa – en Venezuela se les dice niguas – que abundaban en las playas de Asia. Yo tenía una pequeña cortada entre los dedos del pie y pensé que por allí podían introducirse las niguas, pero por fortuna no sucedió nada.

La mayoría de los días transcurrieron así, viendo a los demás turistas – que eran pocos, puesto que era apenas el inicio de la temporada – y descansando. Solamente un día hicimos una excursión a Goa Vieja, la antigua capital de los portugueses. Goa había sido colonia portuguesa y se había incorporado al resto de la India apenas en 1961. El viaje lo hicimos en autobús a través de paisajes cautivadores, entre ríos, selvas y montañas, alrededor de 3 horas. Melanie y Boris no estaban muy contentos con las condiciones del viaje: el autobús iba lleno, era incómodo, ruidoso y caluroso. Cuando llegamos a Goa Vieja, descubrimos que la que otrora había sido una ciudad con más iglesias que Roma, hoy día era un conjunto de ruinas. No había ninguna casa en pie, sino solamente las catedrales de piedra erguidas por los colonizadores lusitanos. Entre ellas, la basílica del Buen Jesús, donde reposaban los restos de San Francisco Javier, el misionero más importante de la Iglesia Católica después de San Pablo.



Estar en Goa Vieja era como estar dentro de un cuento de Borges, de ruinas circulares o senderos que se bifurcan. La incongruencia de estar dentro de una iglesia barroca, de altares de oro, en pleno subcontinente indio. Las iglesias eran enormes, majestuosas, altas, como una señal de fuerza de la Iglesia hecha sobre un mundo que simplemente siguió su ritmo a pesar de los intentos de Occidente por dominarlo. Me di cuenta que, en Latinoamérica, las que creemos son nuestras más preciadas creencias, fueron tan igual de impuestas como fue el cristianismo en la India. Me convencí de que una catedral en Goa es igual de incongruente que una catedral en Coro: ese indudable pensamiento que es el hecho de aceptar que nosotros fuimos colonia también, que nuestra historia es parecida a la de la India, a la de África, a la de tantos países. Pero como en Latinoamérica el colonialismo fue más exitoso, pensamos que nuestra historia es la normal, cuando es, sencillamente, historia. En América los españoles pudieron exterminar a la cultura indígena, directamente con la pólvora, indirectamente con los gérmenes y bacterias traídas desde el viejo mundo. Pero en la India, tan sólo lograron construir estos monumentos de piedra y retirarse silenciosamente. 

Me pregunté también si el catolicismo en Goa es como en Venezuela: sincrético, postcolonial, mestizo, donde Maria Lionza y José Gregorio Hernández conviven con la virgen de Coromoto y el Negro Primero en los altares de los feligreses. Aprendimos que en un principio sí: las primeras representaciones de Jesucristo en India fueron hechas pintándole el rostro de azul, tal como Krishna, para que las personas pudieran entender la divinidad de Jesús y su trascendencia.

Después de un corto paseo por las catedrales tropicales y 3 horas de viaje de regreso, volvimos a Palolem donde celebré mi cumpleaños número 33. Tomé vino de la India – no es bueno, pero tampoco sabe a vinagre – y hubo hasta torta, organizada por Boris y Melanie. También hubo fuegos artificiales y encendimos una linterna voladora que, con ayuda de unos paseantes, pudimos poner en el aire. Flotó por un par de minutos antes de caer sobre el mar. 

Al día siguiente hicimos yoga matutino, con el apacible ruido de las olas del mar. Nuestro instructor nos comentó que nosotros, los occidentales, necesitábamos del yoga, de los masajes ayurvédicos, pues nuestras vidas estaban llenas de estrés, trabajábamos demasiado. Después de terminar la sesión de yoga – a cual fue sin dudas muy suave, para principiantes – él acudió a su trabajo principal: terminar de construir el hotel donde trabajaba, pues los turistas comenzarían a llegar la semana siguiente. ¿Quién de los dos trabajaba más? ¿Yo, que me siento todos los días frente al computador durante 9 horas, dañando en el proceso a mi columna vertebral y mi salud en general? ¿O él, que realiza cuatro trabajos a la vez, de yogui, de masajista, de albañil y carpintero, para conseguir una paga probablemente injusta? Pensé que su frase estaba destinada a ser plácidamente escuchada por todos los turistas de Occidente quienes nos decimos "Sí, has trabajado demasiado, te mereces unas vacaciones" y acudimos a la India para ser consentidos por una población que sabe decir exactamente lo que deben decir.

Tras la sesión de yoga, caminando por la arena, de regreso hacia el hotel, vimos desde lo lejos un grupo de cuervos que rodeaban lo que parecía ser un gran pescado muerto. Las olas iban y venían y a veces la espuma llegaba hasta donde yacía el pescado, causando que los cuervos levantaran vuelo por unos segundos, para luego, una vez que la ola se retiraba, volver a abalanzarse sobre la carroña. Al acercarnos una ola más grande que las anteriores rompió en la playa, así que los cuervos abrieron su círculo, dejando ver el centro del festín: no era un pescado, sino el mustio cadáver del pequeño cachorro, el más débil de la manada. En lugar de sus ojos, sendos huecos se abrían en su rostro. Seguimos caminando y volvimos a nuestra habitación a hacer el equipaje. Boris me miró con cierto reproche: como diciendo, pudimos haberlo adoptado. Al día siguiente volaríamos de regreso a Delhi.

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