domingo, 12 de noviembre de 2017

India (III)



Nuestra travesía por Rajasthan – el estado más grande de la India en términos de área – comenzó en Jaipur, la capital. Antes llamada Rajputana, es una región de distintos colores, sabores, paisajes, palacios, templos y fortalezas, al margen del desierto de Thar. Nuestra primera visita en Jaipur es Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos, que se deja fotografiar mejor por las mañanas. Acudimos después a un cajero automático para obtener más efectivo y no conseguimos ninguno que funcionara. Rajes entonces nos dijo que él podía prestarnos 5000 rupias hasta que encontrásemos un cajero que diera dinero. Rajes, nuestro chofer y banco. Nos avergonzamos de haber dudado de su honestidad el primer día.

Tras cruzar la Pink City – llamada así por el color de los edificios, los cuales fueron pintados así por el maharaja de Jaipur para darle la bienvenida a los ingleses – fuimos al Amber Fort, a las afueras de la ciudad, una fortaleza construida en las montañas, que es sin dudas un lugar magnífico, lleno de recovecos y pequeños rincones, salones de espejos, jardines, terrazas, garitas, murallas, buhardillas y balcones. Fue en uno de sus pasillos, que un niño de quizás unos diez años, tras tomarse la respectiva fotografía con Melanie, le dio la mano y le dijo "Welcome to Rajasthan". Melanie se llevó la mano al corazón y agradeció el gesto. Más tarde nos diría cuánto había apreciado la bienvenida y se preguntó a sí misma, en voz alta, si eso pudiera ocurrir en Berlín o en Potsdam, que un niño se acercara a un turista y le dijera "Willkommen in Brandenburg". ¿Acaso el cinismo de Occidente impide dar bienvenidas? Siempre pensé que los niños eran iguales en todas partes del mundo, que la inocencia los unía, pero uno se da cuenta con los años que la educación determina muchas cualidades – y defectos – desde muy temprano.

Confieso había sido un sueño particular visitar Rajasthan desde que tenía al menos catorce años y había visto el documental de Lonely Planet de la BBC en el que Megan McCormick visita la región. ¿Cuántas personas de mi generación no han sido influenciadas por esta serie de documentales en los que jóvenes de entre veinte y treinta años exploran el mundo y viajan hasta los lugares más recónditos? No sólo fueron esos documentales, a finales de los noventa, sino luego toda una explosión de libros, películas y, por supuesto, con internet, blogs y videos de youtube, en los que los viajeros comentaban sus experiencias. Pensamos ser los sucesores de Piteas, Marco Polo e Ibn Battuta, pero... ¿cuánto exploramos en realidad? ¿en qué medida descubrimos, cuando existen tantas personas que han viajado, visto y escrito sobre estos lugares? ¿cuánto no nos es simplemente dado, en un pequeño paquete de emociones fabricadas, diseñadas para el gusto de las personas provenientes de países desarrollados – Europa, Estados Unidos, Japón y Australia?

Tuve esa impresión al contemplar el pomposo andar de los elefantes cuesta arriba en el Amber Fort. En el lomo de los elefantes, iban turistas sentados – en su mayoría blancos – quejándose del calor matutino. El camino hacia la fortaleza no es fácil para los paquidermos. La ilusión de montar un elefante es sin lugar a duda uno de los momentos más anticipados por turistas que visitan India. ¿Con qué derecho usamos nosotros a los humanos a esas bestias tan magníficas para nuestro propio provecho? Ahora viene la parte del relato de la que más me avergüenzo: nuestra visita a la villa de los elefantes, o al menos con ese nombre nos fue vendida. Luego del Amber Fort, el chofer ofreció llevarnos a un sitio donde los elefantes vivían, jugaban, comían y se bañaban, donde eran atentamente cuidados y uno podía interactuar con ellos. Mi primera reacción fue de rechazo, no me interesaba soportar esa industria de explotación animal, pero Boris y Melanie querían ir. Melanie nunca había visto elefantes tan cerca y estaba deleitada. En Alemania no hay circos itinerantes que transporten elefantes, así que para ellos sigue siendo una visión exótica. En mi niñez había visto muchos elefantes, cada vez que un circo llegaba a mi ciudad, además de verlos en zoológicos y parques, así que estaba acostumbrado a su imagen. En un viaje, cuando vas acompañado, debes hacer concesiones, para no entrar en conflictos. Lo que no pensé fue que quizás cuando entra en conflicto con tu moral, no deberías participar. Sin embargo, decidí aceptar y fuimos a la llamada villa de los elefantes.



El camino hacia la villa empezó ya de manera extraña. Llamadas al celular y un motorizado escoltándonos. Llegamos entonces a una casa, con un amplio patio. En el patio estaban dos elefantes, que si bien no estaban encadenados, estaban muy quietos, como si hubiesen sido adormecidos por algún tranquilizante. No había villa. El encargado del sitio nos aseguró que sí había una, pero en otra parte. ¿Quieren verla? ¡Es muy lejos! Ante las advertencias preferimos decir que no – hubiésemos dicho que sí, para probar su testimonio. El encargado nos informó de los paquetes turísticos que había: pintar, bañar, montar y alimentar a los elefante eran las distintas posibles actividades, podíamos escoger las distintas combinaciones. Una vez negociado el precio nos presentaron a los elefantes, que todo este tiempo habían estado allí, esperando. Gori y Mothi se llamaban, eran hembras. Nos dieron colores para pintarlas, no tóxicos, orgánicos, hechos por mujeres locales, nos aseguraron. Los colores resultaron ser témpera: si bien creo que no es exactamente orgánica, es el color que usan niños en la escuela y ciertamente no debe ser tóxico, al menos para los humanos. Con el pincel en la mano, tuvimos que enfrentar un lienzo que pocos quizás han tenido frente de sí: la arrugada, peluda e irregular piel del costado de un elefante. Me sentí denigrado y, sin embargo, seguí. La banalidad de nuestros pequeños actos de maldad. Luego bañamos a las elefantas, con una manguera, desperdiciando agua que de seguro es muy preciada en los predios desérticos de Jaipur. La témpera no salía tan fácil, a pesar de dar varias cepilladas. Era obvio que cada pintada dejaba sus huellas. Llegó el momento de montar a la elefanta: yo no quise, preferí tomar las fotos, mientras Boris y Melanie sí subieron al lomo de Mothi. Los dos dieron una vuelta a la cuadra, en una de las calles más pobres de Jaipur y luego volvieron. Todos dimos de comida – pan blanco – a los elefantes y luego nos fuimos, no sin antes pagar el monto prometido y dar propinas a todos y cada uno de los empleados que allí trabajaban, lo cual causó cierto roce con el encargado, pues al parecer los empleados no debían recibir propinas. Además, Boris tuvo que escribir, o mejor dicho, copiar un texto ya previamente escrito por el encargado y publicarlo en TripAdvisor. Secretamente le dije a Boris que debía borrar la recomendación en cuanto llegásemos al hotel.

Pagar un puñado de rupias para complacer el capricho de montar un elefante, sostiene una industria que se vale de los animales y los explotan hasta el cansancio. Y, sin embargo, ¿cómo llegar a un consenso entre el elefante y el hombre en el ecosistema de la India? ¿no es acaso el elefante un animal domesticado desde hace milenios en la India? entonces montar un elefante no debería causarnos menor horror que el espectáculo de un jinete sobre un caballo. Sin embargo atribuimos al elefante ciertas propiedades superiores a las equinas, admiramos su memoria, su tamaño, su cadencia. Pensamos que sufren – y en gran parte sí sufren, pues el calor los agota y nuestro peso les molesta. Pero Gori y Mothi, a parte de su extraño letargo, que nos hacía sospechar del uso de tranquilizantes, no parecían estar padeciendo de significante maltrato, si recibir una capa de pintura en la piel es descartado o el cautiverio de por sí no es considerado como tal. Hay que recordar que los elefantes son capaces de vivir en el mundo salvaje, no como un perro, que depende de nosotros para conseguir comida y agua – escribo esta última línea y me detengo a pensar en la cantidad de perros callejeros que viven en la India: ¿de verdad nos necesitan? pues probablemente sí, de nuestra continua generación de basura y desperdicios, de los cuales ellos puedan alimentarse. Pero seguramente si desapareciéramos, los perros callejeros, a diferencia de los terrier y pequineses que habitan en nuestros apartamentos, sí sobrevivirían, pasarían a ser una especie como los licaones, volverían a ser depredadores, respondiendo a su diseño original.

Más que mi malestar por la condición en que viven los elefantes en cautiverio y por lo que hicimos Boris, Melanie y yo, ser cómplices de la industria de explotación animal, mayor conflicto me causó el hecho de que más me molestara cómo vive el elefante a cómo vivía la anciana que encontramos el día anterior en la carretera. Ese precisamente es el punto a discutir. Los empleados de la casa donde vivían los elefantes eran quizás igual de explotados que los animales: mísera paga y poca apreciación. Por supuesto debería irritarme más la reacción del encargado de disgusto cuando le dimos la propina a los otros empleados. Es la situación en la que viven todas las personas que prestan servicio en la India: conceder satisfacción a los turistas a cambio de salarios muy bajos. ¿No es la justicia social un tema más importante que el derecho del elefante a ser libre? Quizás la lucha de los derechos humanos y de los derechos animales sea la misma frontera y no lo hemos reconocido aún. Pero, al mismo tiempo, ¿no es acaso la industria del turismo, esa máquina de satisfacción de deseos, una fuente de ingresos para la región? ¿Son realmente explotados los hombres y mujeres que trabajan en la industria del servicio y el turismo, si se compara con el estado en que viven los hombres y mujeres que trabajan en el campo, en las minas, en las zonas rurales de la India? ¿En qué condiciones vivirían todos los hindúes que nos atienden en los restaurantes, en los hoteles, en los monumentos patrimonio, si turistas como nosotros no tomaran un avión y cruzaran medio continente para llegar hasta Amber Fort para montar un elefante?

Al final de la jornada, cenamos en el restaurant del hotel. Tuvimos un pequeño problema cultural cuando el mesonero trajo el menú a la mesa y sólo trajo dos ejemplares: para Boris y para mí, no para Melanie. Ella, molesta, nos contó que en el cafetín Amber Fort los empleados también la ignoraron y no tomaron su pedido sino hasta que ella prácticamente gritó a uno de ellos. Como el mesonero, actuaban como si ella simplemente no estuviera allí. ¿Debía Melanie esperar a que nosotros estuviésemos listos para ver la carta o peor aún, debíamos nosotros decidir qué comería ella? Quizás fue sólo una omisión por error. Apartando esta discusión, la cena fue exquisita. Consistió en una ensalada de patilla con queso de cabra, seguida de un daal de lentejas, bien condimentado. Regresamos a nuestra habitación y dormimos. Al siguiente día iríamos a Jodhpur.

No hay comentarios:

Publicar un comentario