sábado, 11 de noviembre de 2017

India (I)


Llegamos al aeropuerto Indira Gandhi de Delhi después de 7 horas de vuelo. Nos llamó la atención la cantidad de personal por todas partes: personal guiando a los pasajeros al lugar indicado, hacia inmigración, hacia otro terminal, hacia una conexión a algún vuelo nacional; personal de pie frente a una puerta, para resguardar que nadie pase por allí; personal sellando tu visa en el pasaporte,  para 10 metros adelante encontrar a personal que comprueba que tu pasaporte tiene la visa sellada. Los avisos diciendo que el aeropuerto es el mejor del mundo nos causan buena impresión: so schlimm kann es dann nicht sein (tan malo no puede ser entonces). Tras semanas escuchando advertencias de nuestros familiares, amigos, otros turistas e incluso de compañeros de trabajo originarios de la India, cierta predisposición nos impide ser completamente libres: cuidado con el agua, sólo bebe botellas de agua mineral con el sello de empaque, preferiblemente la marca Bisleri, no consumas cubos de hielo, prohibido comer de los vendedores ambulantes en la calle... a la India llegas con un manojo de temores, ideas preconcebidas, ilusiones esperando ser cumplidas. Lo cómico no es que la India que te imaginas sea falsa y distinta a la que es – algo que es cierto – sino lo más interesante es que muchas veces la India que observas es justamente aquella que esperas, pero te agarra desprevenido, pues tiene el peso de la realidad, del hecho, la corroboración de la verdad que tantas veces se repite pero en cierto modo no se cree hasta que se tiene delante de los ojos. 

Lo primero que hicimos fue procurar dinero con nuestras tarjetas de crédito en los cajeros situados en el área de entrada del aeropuerto, así como comprar tarjetas SIM hindúes que nos permitan estar conectados con nuestros smartphones durante todo el viaje. Las necesidades que el nuevo viajero tiene. Una cosa teníamos claro: este viaje no iba a ser turismo de aventura. Esos mismos temores –que en cierto modo era respeto por un país del cual sabíamos o sabemos muy poco – moldearon la planificación de nuestro viaje. Sólo hoteles de calidad (cuatro estrellas o superior), pues los estándares de clasificación de la India son un poco dudosos. Un auto con chofer para conducirnos entre Delhi, Agra y Rajasthan. No exactamente lo que se llama turismo de mochilero. Pero como grupo decidimos viajar así, para el bienestar y deseo de cada uno de nosotros. Diría mi mamá: "para pasar trabajo en vacaciones prefiero quedarme en mi casa". 

Al salir del área de entrada del aeropuerto (protegida por el aire acondicionado), dispuestos a coger el taxi prepagado que nos llevaría al hotel, fuimos confrontados con el aire de Delhi: aquí la contaminación del aire es 10 veces peor que en Beijing. Una bruma amarillenta, mezcla de polvo, ceniza, humo, niebla y vapores industriales habita sobre todo y limita la vista a tan sólo 1.2 km. Sentí algo similar a lo que sentía cuando después de la zafra se quemaban los cañaverales en los valles de Aragua y el aire se cargaba de ceniza: ese ardor leve que irrita todas las vías respiratorias. Pero peor. Más irritante. Y así comenzamos nuestro primer recorrido por las calles de la India: la vía del aeropuerto al centro de Delhi consta de avenidas amplias, pero enseguida reconocimos que las líneas dibujadas en la calle, delimitando los carriles, eran acaso una ligera recomendación, jamás una norma. Motos transportando tres, cuatro hasta cinco personas. Tuk-tuks repletos con pasajeros y sus maletas. Autos esquivando el tráfico, dejando distancias milimétricas entre el auto precedente y el siguiente. Descubrimos también que el sentido de la vía es también opcional y si la distancia es corta, también habrá vehículos circulando en la dirección contraria: ¡en autopistas! A lo largo del camino, el taxista nos hacía preguntas que a cualquier persona molestarían, como cuánto pagaron por su habitación en el hotel. No sabemos, compramos todo como un paquete, dije, tratando de evitar la incomodidad. Poco a poco nos daríamos cuenta que el hindú no se intimida de hablar de dinero, precios, salarios, incluso a extraños. Más tarde a orillas del camino creí ver un busto de Simón Bolívar y sí, en efecto, una plaza dedicada al Libertador en el corazón de Delhi. 


Así llegamos a nuestro hotel, cerca de Connaught Place, una plaza circular, enorme, rodeada de columnatas erigidas por los ingleses para albergar tiendas y comercios. Después de refrescarnos, nos dirigimos a la plaza, dispuestos a descubrir India. No caminamos 10 metros antes de que el primer tuk tuk nos ofreciera llevarnos. Al tratar de cruzar la calle – tarea que a nosotros, recién llegados de la provincial capital alemana, nos resultó imposible – un joven se nos acercó y nos hizo señas para seguirlo: él nos ayudaría a vencer el tráfico. Con arrojo, el joven sencillamente empezó a cruzar la calle, mientras hacía un ademán a los autos para que se detuvieran. Nosotros lo seguimos ciegamente. Al llegar al otro lado de la calle le dimos las gracias y comenzó a conversar con nosotros. Hablaba inglés perfecto – nos dijo era profesor de inglés – y sabía mucho de Alemania: Berlín, Munich, Hamburg, Stuttgart... una por una nombraba a las grandes ciudades alemanas, así como a los equipos de la Bundesliga. Nos dijo que no confiáramos en las personas que nos topáramos en la calle y que deberíamos ir a un bazar de textiles, cuya dirección él personalmente conocía, donde encontraríamos artículos de toda India a muy buenos precios. Rápidamente habló con un chofer de tuk tuk que nos llevaría enseguida al bazar y en tan sólo segundos los tres estábamos a bordo del vehículo rumbo a un bazar que no conocíamos.

El bazar era más bien una tienda, de mucha variedad pero de pobre iluminación: cada vez que poníamos pie en el umbral de una habitación, esta se encontraba a oscuras, pero apenas entrábamos, el ruido de interruptores precedía a la luz blanca y halógena que de repente iluminaba los objetos. Fuimos conducidos de habitación a otra habitación, a través de puertas, pasillos, escaleras y espejos. En los estantes, telas de todos los colores y materiales esperaban atentas. Melanie probó un saree color fucsia, pero ella se sentía como una "europea disfrazada". Vimos pantalones de rayón, zapatos del Punjab, más sarees. Un vendedor comenzó a explicarnos lo que es la pashmina, textil usado para bufandas y pañuelos, hecho del vello de la barba y cuello de cabras de Cachemira. La finura de los vellos hacía que bufandas de pashmina brinden mucho calor y protección a quienes las usen, además de la suavidad de su textura. Había pashmina-silk, pashmina-kashmir, 100% pashmina, ordenadas de menor a mayor valor. Nuestro interés hizo que el vendedor nos revelara la existencia de una otra tela, mucho más valiosa, que sólo reyes lucían: la shahmina, hecha con vello de antílopes. Cada explicación era acompañada de una muestra en vivo,  diversas bufandas de todos colores fueron desplegadas sobre la mesa con un movimiento de las manos. Entonces empezó la compra. Tratamos de negociar, pero todavía estábamos recién llegados y no conocíamos el arte del regateo, así que aceptamos los precios sin mucho discutir. Al salir, el chofer del tuk tuk nos estaba esperando. Nos quería llevar a un bazar subterráneo, pero decidimos volver a Connaught Place. Allí regresamos y fuimos abordados por multitud de personas: todos preguntaban de dónde veníamos, "¡Alemania!, Guten Tag" y querían mostrarnos una agencia de viajes donde podíamos recibir un mapa e indicaciones. Mi sentido común me hacía rechazar cualquier invitación, a diferencia de Boris y Melanie, quienes entusiasmados hacían caso de las indicaciones. Yo ya estaba harto y le dije fuertemente a las personas que no, para luego refugiarnos en un café y compramos un té helado – lo pedimos explícitamente sin hielo, pero el mesonero no hizo caso de nuestro absurdo deseo de un té helado sin hielo y por supuesto recibimos vasos repletos de hielo, los cuales obedientemente bebimos. Primera regla infringida.

Tras una corta visita al parque situado en el centro de Connaught Place, donde los jóvenes hindúes se reunían y los chicos correteaban detrás de las chicas, tomamos el metro en dirección a Old Delhi. Atravesando mares de personas que, como olas, fluían a través de los andenes, escaleras y pasillos del transporte subterráneo, logramos encontrar el andén justo en la dirección que queríamos. Dentro del vagón, no había diferencia con un vagón del metro de Berlín en hora pico. Tras unas cuantas paradas llegamos a Chandni Chowk. Afuera nos esperaba Old Delhi. Siguiendo las flechas que apuntaban hacia el Red Fort, caminamos a través de un parque donde personas descalzas descansaban en la grama. Luego tuvimos que caminar a través del viejo bazar. Fue allí cuando me di cuenta que viajar en la India es también descubrir la variedad y las posibilidades de la condición humana. ¿Cuántos colores y olores no me asombraron en cada rincón y tienda? ¿Cómo no maravillarse de los mendigos sentados afuera de un templo, esperando las limosnas de los devotos, resignados a vivir así pues quizás en la siguiente vida les tocaría una mejor oportunidad? ¿Cómo no desviar la mirada ante el espectáculo de la pobreza desnuda y el asco que provoca ver a personas comiendo sentadas en el piso rodeadas de basura y perros callejeros? Nos movimos de manera veloz hasta llegar al Red Fort.

En el Red Fort comenzó lo que sería un leitmotiv de las vacaciones: jóvenes de todas las edades sacaban sus smartphones y pedían educadamente a Boris y Melanie si podían tomarse una foto con ellos. La piel blanca sigue siendo vista como algo cotizado y concede un elevado valor social. Ser visto con gente de piel blanca, al parecer, transfiere cierto prestigio a aquellos que con una foto dan fe del encuentro. La escena se repetiría en todos los sitios turísticos a los que fuimos. A mí, por lo contrario, no me pedían fotos sino, tras intercambiar palabras conmigo en inglés, me preguntaban intrigados de dónde venía. Al decir que venía de Venezuela – país que la gran mayoría desconocían – decían con una sonrisa que yo parecía hindú, que mi rostro, mi cuerpo, eran hindúes. Unos preguntaban incluso de dónde venían mis padres, si acaso ellos eran hindúes, y cuando yo respondía que no, volvían a preguntar si yo estaba seguro de ello. Así que mientras Boris y Melanie resaltaban entre las multitudes, yo más bien me hacía completamente invisible en ellas y podía ser un ciudadano más de la democracia más grande del mundo. Nos pusimos al final de la cola – larguísima – para comprar las entradas al Red Fort y nos dimos cuenta que los extranjeros hacían una cola muchísimo más corta, ya que había una taquilla dedicada exclusivamente para nosotros. Irritados por el trato preferencial a turistas, nos dirigimos a la taquilla, pero nuestro enojo se disipó al darnos cuenta que si bien los extranjeros no hacían cola, debían pagar veinte veces lo que paga un nativo.


Una vez flanqueada la Lahori Gate, nos encontramos dentro del Red Fort, ejemplo exquisito de la arquitectura mogol. El Diwan-i-Am, Salón de la Audiencia Pública, fue hermoso. Paseamos por los jardines y demás salones de los emperadores mogoles hasta que el atardecer nos sorprendió. Diligentemente salimos y tomamos un taxi al hotel, donde pudimos comer butter chicken cheese naan, respirando aire purificado. Había sido un largo primer día.


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